Esperanza cumplida de un mercado
120 AÑOS DE EL DIARIO MONTAÑÉS ·
Desde finales del siglo XIX las autoridades municipales daban vueltas a la idea, y por fin se decidieron a impulsarlo en pleno apogeo del comercio de ultramarSecciones
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120 AÑOS DE EL DIARIO MONTAÑÉS ·
Desde finales del siglo XIX las autoridades municipales daban vueltas a la idea, y por fin se decidieron a impulsarlo en pleno apogeo del comercio de ultramarEra una aspiración de Santander, un mercado digno y artístico para una ciudad que necesitaba poner orden al bullicio de vendedores callejeros de productos alimenticios. Desde finales del siglo XIX las autoridades municipales daban vueltas a la idea, y por fin se decidieron a impulsarlo ... en pleno apogeo del comercio de ultramar. Pero las cosas no fueron tan sencillas. Proyectado en 1897 para acabarlo en 16 meses, tuvo un complicado proceso de construcción. Tardó siete años en llevarse a cabo, pero nunca se perdió la esperanza de hacerlo realidad.
El terreno donde se construiría el mercado tenía que ser céntrico y se eligió la zona posterior del edificio destinado a casa consistorial, en el patio del antiguo cuartel de San Francisco, que tenía su entrada por la plaza de la Esperanza, o también plaza de la Leña, llamada así por la madera que se almacenaba para los fogones. Años después, antes de que se construyera el mercado, la plaza comenzó a denominarse de la Esperanza (1862), y allí se dirigían carros de bueyes, caballos, burros y mulas cargados de productos para venderlos voceando al aire libre.
Los arquitectos madrileños Eduardo Reynals y Juan Moya fueron los autores del proyecto. Fue un edificio de carácter monumental que se quiso hacer en consonancia con el palacio al que se trasladaría la corporación municipal en 1907. De forma rectangular, achaflanado en las cuatro esquinas y con detalles modernistas, sus dimensiones eran de 60 por 26 metros.
El primer anuncio de la subasta por las obras se publicó en el Boletín Oficial de la provincia el 17 de diciembre de 1898 por importe de 425.265 pesetas. El primer concesionario de la obra tuvo que lidiar con importantes problemas apenas comenzados los trabajos, que se agravaron en junio de 1900, cuando las aguas procedentes de los manantiales de la fuente del Cubo y de Becedo, junto con las aguas de lluvia, anegaron los sótanos ya construidos, convirtiéndolos en una barrizal maloliente y apestoso que amenazaba la salud pública. Poco después fueron las huelgas de los trabajadores y de los canteros las que obligaron al contratista a solicitar la rescisión del contrato e iniciar nuevos y tediosos trámites y litigios para desatascar las obras.
Se utilizaron como materiales más significativos el hierro y el cristal. La estructura descansaba sobre piedra de mampostería de forma basilical, con columnas de hierro en el piso alto que estaba iluminado con luz natural por los paneles laterales y el lucernario superior. Los sótanos (que en realidad no eran tales, ya que tienen dos entradas al nivel de sendas calles) estuvieron dedicados en principio a almacenes y casquería. Junto al solar y las obras de urbanización del entorno, el coste total se calculó en 1,3 millones de pesetas.
Al inaugurarse, todas las expendedurías de carne y demás puestos de fruta, aves y caza que había en el mercado y mercadillo de Atarazanas pasaron a La Esperanza. En total se distribuyeron en la subasta 126 puestos que lo fueron de carne de vaca, carne de cerdo, carne de carnero, de manteca y leche, de caza y aves, de hortalizas, de frutas, morcillería y tripicalleras. Además, se autorizó la colocación de 88 puestos provisionales al aire libre alrededor del edificio que en los setenta se ampliaría a mercaderes ambulantes de ropa en la denominada 'Boutique calé'.
Arraigadas en la calle de las Atarazanas, lugar de evocación marinera donde las aguas de la ría de Becedo desembocaban en la bahía, costó agrupar a las pescaderas en el Mercado de las Atarazanas, inaugurado en 1905 junto a la catedral. Pero años después, ante el mal estado que presentaba la instalación, se derribó y las pescaderas, en número de 101, pasaron al Mercado de la Esperanza. Comenzaron a trasladarse en septiembre de 1940, ubicándose en la parte inferior, sobre una superficie de mil metros cuadrados, tras una reforma diseñada por el arquitecto Javier González de Riancho. Los puestos se construyeron con pardillas de ladrillo cubiertas con azulejo blanco y cada puesto tenía agua corriente y tuberías de desagüe.
En los años setenta el Mercado de la Esperanza presentaba un estado de abandono notable y se pensó en su demolición. El edificio estaba recubierto por carteles publicitarios y las celosías originales se habían sustituido por cristales pintados de blanco para evitar la entrada de la luz directa. El tejado, parcheado con uralita, no evitaba las goteras. Los suelos habían acumulado mucha suciedad y el saneamiento se había obstruido. En 1977 se proyectó su rehabilitación bajo la dirección de Luis de la Fuente y en 1979 se comenzó a retirar las vallas publicitarias, se limpió la piedra, se sustituyeron los ventanales de hierro por aluminio, se repuso la cerámica de remate de los aleros y se procedió a pintar el exterior e interior del edificio. También se mejoró el pavimento, se construyeron aseos y se restauró la cubierta.
Aquella mejora del edificio estimularía la creación de la Asociación de Comerciantes del Mercado de la Esperanza, ya que el ayuntamiento reclamó a los comerciantes el pago de cantidades por las actuaciones realizadas, lo que movilizó a los afectados constituyéndose formalmente en asociación el 19 de agosto de 1980 y logrando importantes acuerdos sobre la concesión y mejora de los puestos. De esta manera el mantenimiento del mercado ha contado desde entonces con la participación de los propios comerciantes, que por ejemplo impulsaron en 1998 la instalación de un ascensor para acceder a la planta superior.
Castigado por la irrupción de las grandes superficies, el Mercado de la Esperanza continúa siendo el rey de este tipo de establecimientos. Su servicio público permanece vigente al mismo tiempo que proporciona una imagen nostálgica entre recuerdos pintorescos de mujeres sobre burros cargados de berzas, puerros o alubias que formaron parte del paisaje madrugador de los días santanderinos de antaño.
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