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NIEVES BOLADO
Torrelavega
Viernes, 1 de febrero 2019, 07:24
«Esperaba y deseaba que ocurriera, pero tuve una inexplicable sensación de orfandad». Un trabajador de Sniace resumía ayer, gráficamente, el sentimiento que tuvo al conocer la noticia de que Blas Mezquita no volvería a atravesar la puerta del despacho oficial del presidente de la ... Compañía, una imponente estancia forrada con madera noble, ya con olor a naftalina, y donde el agua caliente para el té se dispensaba con un samovar de plata. Es lo que tienen las largas vigilias. Y es que desde que Blas Mezquita (Madrid, 1959) llegara a Torrelavega conduciendo un Renault 5 han pasado 34 años, más de tres décadas en las que su presencia omnímoda se había hecho inevitable e inacabable. Debió ser esa la misma sensación que sintieron algunos españoles, que aunque ansiaban la desaparición del dictador, el 20 de noviembre de 1975 tuvieron ante el túmulo de Franco el temor a que no hubiera un mañana.
Fue un febrero -el de 1985- cuando un joven químico de 26 años aterrizaba en la fabrica para ayudar a un financiero llamado Enrique Quiralte Crespo a desmontar Sniace, una fábrica que le estaba dando muchos dolores de cabeza a Mario Conde, el todopoderoso presidente de Banesto. Era Mezquita uno más de los miles de talentosos jóvenes que fueron seducidos, y casi inexorablemente atraídos por el arrollador imán de aquel banquero de nuevo cuño, engominado y envalentonado por el dinero, que exacerbó la ambición y los sueños de una legión de profesionales que en los 80 quedaron cautivados por aquel gallego émulo del Rey Midas.
Mezquita había sido rozado muy levemente con la varita mágica que fabricaron Mario Conde y Juan Abelló con los 58.000 millones de pesetas que consiguieron con la venta de la firma Antibióticos de León, una empresa que les hizo multimillonarios tras vendérsela a la italiana Montedisón, y que les permitió derribar el bastión de la vetusta cúpula de Banesto. El ministro Solchaga ya había anunciado a los españoles, desde el púlpito del Congreso, que quedaba abierta la veda del tiempo del pelotazo, y el joven madrileño estaba dispuesto a jugar en el frontón de los nuevos ricos.
Desde aquel febrero de 1985 comenzó una silente pero imparable ascensión en Sniace que ha terminado otro febrero, 34 años después, entrando a encabezar el particular récord de la que fuera la principal empresa de Torrelavega -llegó a tener 4.000 trabajadores- como el presidente de más largo mandato, señor, aunque no dueño (nunca fue un accionista de referencia), de la fábrica que muchos presos republicanos levantaron bajo la inspiración de los fascistas italianos.
Personaje complejo, de fina inteligencia recreada acertadamente con una disimulada ambición, hombre discreto, fue, al estilo de los grandes supervivientes, sorteando obstáculos y orillando a los colaterales que podían usurparle su particular sueño, entre ellos quien pudo haberle hecho sombra, Luis Reparaz, un niño bien de la pomada madrileña a la que Mezquita ni pudo ni quiso acceder. Fue, poco a poco, acomodando su presencia a las necesidades que llegaban desde una empresa que en el inicio de la década de los 90 del pasado siglo, estaba en abierta y franca retirada, desestructurada, con el candado preparado para el cierre.
Observador, poco dado a la grandilocuencia -«Soy dueño de mis silencios para no ser esclavo de mis palabras», una de sus sentencias convertida en memento- fue viendo cómo todo se derrumbaba a su alrededor mientras su figura se acrecentaba en medio del miedo de quienes temían perder sus puestos de trabajo y de unos políticos atemorizados por las consecuencias económicas y sociales que el cierre de Sniace podría tener en sus propias carreras y en el devenir económico de Torrelavega y Cantabria. La 'fabricona' era un barco al que Banesto le había destrozado el timón dejándola a la deriva de su propio infortunio, con la paciente espera de que su hundimiento le permitiera entrar a la rebatiña de unos terrenos que parecían tener vocación de baldíos pero que brillaban como el oro de Moscú.
Debió ser entonces cuando Mezquita presintió que había llegado su oportunidad. 'The Quiet Man', el hombre tranquilo, que jamás perdió los nervios ni en las más adversas situaciones, comenzó a emerger como el único valiente dispuesto a dar el paso adelante, el contramaestre que tenía en la mano convertirse en el capitán de una nave arrumbada. Aquel químico que había decidido abandonar las probetas reunía las condiciones que necesitaban los agentes principales del desbarajuste que en 1996 era Sniace. Se movía perfectamente en las distancias cortas, sabía fajar, recibía con un aplomo envidiable las críticas, y se fue conformando como la persona que por necesidad debería ponerse al frente de la empresa y sacarla del marasmo económico, industrial y social al que le habían llevado décadas de nefasta gestión, justo en el mismo punto donde ahora parece haberla dejado.
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