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Hay un muro de las lamentaciones que conecta el suburbano neoyorquino bajo la calle 14. Desde que la victoria de Donald Trump dejara en shock a medio país la semana pasada, el mosaico de 'post-it' de colores que cubre los azulejos por el pasillo ... de la conexión del metro, como parte de proyecto 'Subway Therapy', es el efímero alivio de una ciudad herida. «No estás solo», decía uno, «esto también pasará».
El transbordo se ha convertido en el refugio de un latido colectivo que ya no se puede expresar en voz alta, porque, a diferencia de 2016, esta vez el magnate ha ganado también el voto popular, aumentando su margen de simpatizantes en todos los grupos demográficos de todos los estados, incluyendo Nueva York.
«Nunca pensé que esto pasaría aquí», dice en un susurro Joseph Miller, que ahoga su congoja en un café. Al precio que se cotiza el pie cuadrado en Manhattan, las mesas están tan pegadas que los comensales fingen no oír al vecino. Salvo que el comentario toque alguna fibra sensible.
Desde la semana pasada, la unidad política de la ciudad que nunca duerme se ha resquebrajado. Ya no se puede dar por hecho que el joven latino de al lado, el tendero de la esquina o la señora de la limpieza vayan a conmiserar con quienes sienten que el país ha caído en manos de un dictador que desmantelará sus derechos y truncará los avances progresistas de las últimas décadas. Trump se ha ganado por fin en casa el respeto que siempre anheló, incluso perdiendo por 44,1% a 55,9%, un gran resultado teniendo en cuenta que en las últimas cuatro décadas los demócratas habían ganado siempre por una media de 18 puntos. Desde Ronald Reagan nadie ha estado más cerca que él de tocar la punta de los rascacielos.
El nuevo presidente electo ha ganado 31 de los 50 estados de la Unión, pero al igual que lo que en 2016 causó alarma fue el derrumbe del «Muro Azul» (Pensilvania, Michigan y Wisconsin), esta vez ha sido su avance en el bastión demócrata neoyorquino, termómetro de un trasvase de votos que cambia fundamentalmente la esencia de los partidos políticos estadounidenses. Si en una ciudad tan progresista como Nueva York, cuna de la diversidad y las libertades individuales, Trump pudo mejorar su resultado en 12 puntos, nadie puede cuestionar ya que su victoria en el resto del país refleja un cambio más amplio del electorado.
«A nadie debería sorprender que un Partido Demócrata que ha abandonado a la clase trabajadora descubra ahora que la clase trabajadora los ha abandonado a ellos», concluyó en un comunicado el senador socialista y ex candidato presidencial Bernie Sanders. «Primero fue la clase trabajadora blanca, y ahora también son los trabajadores latinos y negros. Mientras la cúpula del Partido Demócrata defiende el status quo, el pueblo estadounidense está enfadado y quiere un cambio. Y con razón«.
El análisis detallado de los resultados le da la razón y arroja importante información sobre qué es lo que falló en la campaña de Kamala Harris. La narrativa republicana, que tacha al Partido Demócrata de elitista y desconectado de las necesidades reales de la clase trabajadora, se convirtió en profecía. La candidata venció en Manhattan, que concentra la mitad de los barrios más acaudalados de la ciudad, con una riqueza combinada de 3.000 billones de dólares, según la revista Forbes, mientras que Trump avanzó 22 puntos en Queens y el Bronx, llegando a recortar en 32 puntos la diferencia que tuvo con Biden en el distrito de la congresista Alexandria Ocasio-Cortez, representante de la extrema izquierda, que hasta su elección n 2018 trabajaba de camarera y aún hoy sigue viviendo en el Bronx.
«Hemos sufrido un enorme retroceso en estas elecciones», admitió por videoconferencia la congresista ante sus seguidores. «El fascismo ha ganado mucho apoyo de la clase trabajadora, algo que ya ha ocurrido antes en la historia. Este va a ser un momento muy aterrador», advirtió en su introspección.
Es esa clase trabajadora, hasta ahora la base del Partido Demócrata, la que se ha sumado al movimiento del multimillonario que pone su apellido en letras de oro sobre los rascacielos. Con su estilo directo alejado del discurso político, Trump ha conseguido convencer a la clase obrera de que entiende sus problemas mejor que nadie y puede reconducir al país para que cumpla con sus aspiraciones. El 80% de quienes estaban más preocupados por la economía a la hora de introducir su sufragio votó por él, según las encuestas a pie de urna de NBC. Por contra, el 80% de quienes votaron pensando en la democracia, lo hicieron por Harris. Un problema de ricos, en comparación al de poner comida en la mesa.
Trump lo intuyó pronto. En mayo del año pasado dio un mitin en el Bronx, que atrajo a miles de personas, sorprendidas de que el candidato les visitase en casa. El juicio por fraude contable relacionado con los pagos a la actriz de porno Stormy Daniels le dio la oportunidad de visitar una bodega en Harlem, una construcción en el Bronx y una estación de bomberos, entre otras paradas a pie de calle. La estrategia era demostrar que estas no iban a ser las típicas elecciones, presentándose como la mejor opción para negros e hispanos, que, para sorpresa de la élite progresista, no se sintieron ofendidos al ser tipificados como clase trabajadora en los empleos menos deseados. «¡Construye el muro!», le gritaban desde el público.
«El 60% de los estadounidenses vive hoy mes a mes», explicó Sanders a 'The Daily'. «Eso significa que si se te estropea el coche, no sabes cómo vas a llegar al trabajo. Si te enfermas, no sabes si podrás permitirte ir al médico. Si tu casero te sube el alquiler un 20%, no sabes dónde vas a vivir, ni dónde irá tu hijo a la escuela. Mientras, las personas más ricas de este país nunca han estado tan bien como ahora. Lo que ocurrió en esta campaña es que Donald Trump les dijo: «Ustedes están enfadados, realmente cabreados, lo sé, y tienen razón». Y luego les ofreció su explicación, una explicación que obviamente era absurda, falsa y racista. Según él, millones y millones de personas indocumentadas están cruzando la frontera, invadiendo Estados Unidos, quitándoles sus trabajos, quedándose con sus prestaciones, comiéndose a sus gatos y perros. Esa es la razón por la que ustedes están sufriendo, les dijo. Es una explicación absurda, pero es una explicación. Ahora, díganme, ¿cuál fue la explicación del Partido Demócrata?». No la hubo.
La estrategia del gobernador de Texas, Greg Abbott, de enviar centenares o miles de autobuses hasta Nueva York cargados de inmigrantes indocumentados funcionó. Al principio toda la ciudad los recibió con los brazos abiertos, pero a medida que siguieron llegando y acabaron con los recursos públicos, la recepción cambió. La solidaridad inicial se transformó en resentimiento, al ver que el Ayuntamiento los alojaba en hoteles de lujo y les facilitaba todo tipo de servicios, desde colegios para sus hijos hasta abogados para tramitar sus peticiones de asilo político, sobre todo en el caso de los venezolanos. «A nosotros nadie nos dio nada», decía dolida la mexicana Araceli Núñez, que después de 25 años limpiando casas había conseguido legalizar su situación, gracias a que su hijo mayor se enroló en el Ejército jugándose la vida.
Corrían bulos de que se les veía sacar dinero en el cajero de una cuenta en la que supuestamente recibían del gobierno hasta 2.500 dólares al mes. Pocos entendían que el alojamiento y la comida procedía del ayuntamiento y no del gobierno federal, que precisamente agilizó la expedición de permisos de trabajo para aliviar a las autoridades locales de esa carga, a la que están obligadas por ley. Ninguno de los que votaron el día 5 será expulsado con las deportaciones masivas que ha prometido Trump, porque para votar se necesita ser ciudadano. Precisamente lo que quieren es que saque del país a esa nueva oleada de desarrapados con derechos adquiridos, que compiten por sus trabajos y cuyos hijos, más fogueados en las calles, hostigan a los suyos en las escuelas.
«Si un neoyorquino no puede salvar al país, es que nadie puede hacerlo», les dijo Trump en el Bronx. «Todo el mundo quería estar aquí, pero tristemente esta es ahora una ciudad en declive».
Con las calles tomadas por las ratas y los sintecho en los asientos del metro, donde han vuelto los disparos y puñaladas de los años 80, la clase trabajadora ha concluido en su camino de vuelta a casa que el Partido Demócrata no la salvará. Los hombres jóvenes de la generación Z han conectado con su mensaje de orgullosa masculinidad y confían en que sus políticas de «Hacer Grande a Estados Unidos de Nuevo» (MAGA) les proporcionen la oportunidad de alcanzar el sueño americano y les incluya, finalmente, en ese porcentaje de la población al que preocupaba más la democracia que la economía, al menos hasta el último trasbordo. «Nueva York, te amo, superaremos esto juntos», promete otro de los post-it.
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