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Los bosques de Izium esconden una gran tragedia escrita por Rusia a las puertas de la calle Shekspir (ellos lo escriben así), bautizada en honor ... al dramaturgo inglés. Esta ciudad del Este de Ucrania, que tenía 50.000 habitantes antes de la guerra, permaneció ocupada por las tropas de Moscú desde abril hasta el 10 de septiembre y a su salida dejaron una enorme cicatriz en forma de fosas comunes. Fue la peor derrota sufrida por los invasores desde el colapso del frente norte de Kiev, una derrota que los habitantes de Izium pagaron muy cara.
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La batalla fue feroz. Los poblados próximos a la ruta que sube desde Kramatorsk, como Dolina y Kamenka, están arrasados, el puente sobre el río Donetsk, reventado, y duele mirar los edificios de la entrada a la ciudad. Las tropas del Kremlin desplegaron su base principal junto al viejo cementerio, un camposanto sombrío camuflado entre largos pinos, la mayoría de ellos quemados tras los combates.
Junto a las tumbas de los muertos de Izium, los enemigos cavaron zanjas para sus tanques y blindados, y ampliaron esta ciudad de los muertos con improvisados nichos individuales y colectivos. Acabada la ocupación las autoridades exhumaron 436 cuerpos de los que 30 presentaban marcas de tortura. Todos eran civiles, menos 21 militares, según las autoridades. Volodímir Zelenski denunció lo que calificó de «crimen de guerra».
Los rusos establecieron una base militar rodeada de muerte. «No escuchaba gritos, solo disparos, muchos disparos. Las cámaras de tortura estaban en la ciudad, aquí ejecutaban directamente», recuerda Sergei Cherniak, camionero jubilado de 62 años que se mantuvo firme en su casa de la calle Shekspir durante toda la ocupación. Una casa con vistas a un bosque que antes miraba como un paraíso para recoger champiñones y ahora con inquietud.
Sergei se negó a que los oficiales rusos vivieran en su casa. Alguna vez les dio patatas, pero apenas tuvo contacto con ellos. Cuando comenzaron a retirarse aprovechó para ir a por madera y se dio de bruces con el horror. «Llovía y quedaban pocos soldados. Estaban ocupados enterrando cuerpos. De pronto vi varias cabezas que sobresalían del barro. Les llamé animales y les pedí que al menos pusieran más tierra sobre nuestros soldados, que les trataran con dignidad, pero tenían prisa por terminar», narra con la mirada perdida en la arboleda y sin hacer apenas pausas entre las palabras. Escupe el pasado que le atormenta y su dolor te deja sordo.
Este camionero no quiere pisar más un bosque «plagado de minas». «Son de color marrón y las puedes pisar sin darte cuenta. Por eso seguimos escuchando explosiones cada tanto. Antes teníamos champiñones, ahora minas».
Grigori y Tamara Moroz fueron los otros dos vecinos que permanecieron en sus casas durante la presencia rusa. «Miraba a los rusos por un agujero pequeño de la pared. Al principio parecía un campamento de pioneros, tenían hasta cocina, pero luego empezaron a llegar los cuerpos. Me daba miedo porque temían que se percataran y nos dispararan desde sus tanques», recuerda Tamara desde la puerta del número 9 de la calle Shekspir.
436 cuerpos
han sido exhumados. Una treintena tenían signos de tortura.
Ellos sí quieren visitar el cementerio porque tienen allí muchos familiares enterrados, entre ellos su abuelo, que combatió en la Segunda Guerra Mundial. Caminan con paso firme pese al hielo del camino principal. Ni un solo resbalón. A Tamara le ayuda su bastón, Grigori vuela entre los pinos y habla y habla, como antes lo había hecho Sergei. «Al principio de la ocupación la gente tenía miedo y cuando alguien moría se le enterraba en el jardín de casa o donde un vecino, pero luego el alcalde nombrado por los rusos ordenó que se trajeran aquí los cadáveres y ampliaron el cementerio. Estos nichos los cavaron los rusos», asegura mientras sus botas se hunden en una mezcla de fango y nieve. Señala a un lado donde se ve un gran agujero. «Allí estaban tirados nuestros soldados», susurra.
El paisaje cambia de pronto del barro y los nichos abiertos de los que se exhumaron los cuerpos a las lápidas de aquellos que murieron antes de la guerra. Algunas están destrozadas por culpa de los bombardeos, un cohete sin explotar hundido en la tierra espera la llegada de un equipo especial que se lleve el artefacto y Gregori se quita el sombrero al llegar ante la tumba de su abuelo. Silencio.
«¿Qué pensaban los rusos? ¿Creían que nos íbamos a rendir? El asalto de Kiev lo cambio todo, algo se ha roto entre nosotros para siempre y nada volverá a ser igual», reflexiona Sergei antes de poner rumbo de regreso a esa casa desde la que su esposa vigilaba a los rusos a través de un pequeño agujero en la pared de madera. Una mirilla desde la que el mismísimo William Shakespeare habría podido dar rienda suelta a sus tramas de venganzas, la vida, la muerte, la razón o la locura. Ni los muertos pueden descansar en paz en Izium.
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