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Los prisioneros rusos forman en el patio para acceder al comedor. Zigor Aldama
Entramos en una cárcel ucraniana para prisioneros rusos: «Llama a mi madre y dile que estoy vivo»

Entramos en una cárcel ucraniana para prisioneros rusos: «Llama a mi madre y dile que estoy vivo»

Cientos de soldados rusos esperan un intercambio como el acordado entre Trump y Putin. Cuatro de ellos explican por qué fueron a la guerra y qué esperan del proceso de paz

Domingo, 23 de marzo 2025

Semión Ivanov, de 22 años, estaba cumpliendo una condena de ocho años y medio por narcotráfico en una prisión rusa cuando unos soldados le ofrecieron la amnistía a cambio de participar en la 'operación militar especial' de Vladímir Putin en Ucrania. «A cambio de un año de servicio, retiran tus antecedentes penales y quedas libre. Además, ofrecen un pago de medio millón de rublos (5.400 euros) a lo que se añaden 200.000 más (2.150 euros) para la familia. Sumado al sueldo, la cifra llega al millón de rublos», explica este joven de rostro aniñado al que le falta una paleta.

Esos 10.700 euros equivalen a la renta media de Rusia, así que Ivanov aceptó el trato. Y no fue el único. «Como no teníamos experiencia militar, entrenamos durante un mes antes de que nos enviaran al frente», recuerda. No sirvió de mucho, porque fue capturado cerca de la ciudad de Járkiv en su primera misión, el pasado mes de agosto.

«Nos ordenaron que asaltásemos un colegio grande que resultó estar vacío, así que nos resguardamos allí hasta que llegase el reemplazo. Pero nos rodearon. Logramos defender nuestra posición durante cinco días, hasta que nos quedamos sin agua ni comida. Algunos de los compañeros estaban heridos y empezamos a volvernos locos, así que salimos a hurtadillas para tratar de encontrar víveres. La segunda vez que traté de robar en la casa de un vecino, me atraparon», relata.

Semión Ivanov prepara carne para cocinar con otro preso. Zigor Aldama

Ivanov habla con este diario en la biblioteca de la prisión en la que Ucrania lo retiene. Por razones de seguridad solo podemos revelar que se encuentra en el oeste del país, lejos de la línea del frente. En su interior, cientos de rusos como él –el número también es secreto de Estado– aguardan el momento más ansiado: «Espero que me intercambien por un prisionero ucraniano y que pueda regresar a hacer una vida normal. Quiero encontrar trabajo, formar una familia y tener hijos», señala Ivanov, vestido con el traje azul marino de los prisioneros. «Lo que sí tengo claro es que al frente no voy a volver», asegura.

El joven reconoce que «sabía que iría a matar gente» aunque no tenía claro por qué. «Nos contaban que era porque Ucrania quería integrarse en la OTAN, aunque me imagino que la verdad es diferente. Eso lo deciden los de arriba», dice encongiéndose de hombros. En cualquier caso, Ivanov no esconde su opinión sobre Putin, al que define como «un presidente que defiende a su país».

El dolor de una madre

Al acabar la entrevista, que se desarrolla sin presencia de guardias ucranianos durante media hora, Ivanov pide la libreta de este periodista para escribir en ella el número de teléfono de su madre. «Por favor, contacta con ella para que sepa que estoy vivo», suplica. Así lo hacemos, y una feliz Liubov accede a una videollamada desde San Petersburgo. «Hace siete meses ya que no tenía noticias de él. Me siento mucho mejor ahora, después de haber visto que está vivo», afirma, preguntando si está herido o sufre algún trauma psicológico. Es fácil empatizar con el sufrimiento de una madre que desconoce lo que ha sucedido con su hijo, más aún sabiendo que intentó evitar que fuese a la guerra. «En la cárcel me contó sus intenciones. Traté de que cambiase de opinión, pero un día me dijo que estaba preparado y que se marchaba», recuerda.

Preguntada por su opinión sobre la invasión de Ucrania, es evidente que Liubov responde incómoda. Incluso utilizar la palabra guerra es comprometido. «Todos entendemos que somos hormigas que no deciden nada y que la guerra responde a intereses políticos. Yo solo quiero que las familias vuelvan a reunirse en paz», dice señalando que tiene familia en Ucrania y que sufre por ambas partes. Eso sí, cree que la guerra acabará con la victoria de Rusia. «Toda Ucrania y Bielorrusia son nuestras», zanja.

Nekrasov Oleksander trabaja en los talleres de la cárcel. Zigor Aldama

Esa es una impresión que comparten muchos de los prisioneros. Nekrasov Oleksander, un hombre menudo con gafas de culo de vaso, es uno de ellos. Lo mismo que Ivanov, y a pesar de que tiene ya 63 años, decidió ir a la guerra para salir de prisión. «Me encarcelaron por robar y, como me dijeron que los combates no eran muy intensos, pues acepté», comenta. Además, está convencido de que lo hizo por una causa justa. «Rusos, ucranianos y bielorrusos somos el mismo pueblo y deberíamos formar un único país para evitar que nos dividan», sentencia, recordando que «la Unión Soviética era tan grande que nadie osó invadirla tras la Segunda Guerra Mundial». Ahora, está seguro de una cosa: «Solo Putin y Trump pueden acabar con esta guerra».

A Ilya Korítnikov la política le da igual. Él fue a la guerra por dinero. Concretamente, porque le prometieron 1,9 millones de rublos. Poco más de 21.000 euros. «En Rusia no es fácil encontrar trabajo y los sueldos son muy bajos», justifica. De momento, solo ha recibido 600.000 rublos. «Me capturaron el pasado 25 de agosto en Kursk. Buscábamos soldados ucranianos y sufrimos un ataque con drones en el que caí herido. Mis compañeros me abandonaron en una casa después de darme morfina y allí me encontró el enemigo», recuerda.

Ilyia Koritnikov durante la entrevista. Zigor Aldama

Antes de su evacuación, pasó tres días en las trincheras ucranianas y uno de interrogatorio con su servicio de Inteligencia. Luego le trasladaron a la prisión actual. «Nunca antes había estado en Ucrania y mi idea del país ha cambiado, pero no sé si a mejor o a peor», comenta, críptico y taciturno. «Tendríamos que dedicar nuestros recursos a algo mejor que matarnos», apostilla, rehuyendo la mirada. Como otros prisioneros, reconoce que accede a hablar «porque igual así mi familia me ve y porque quizá de esta manera me canjeen antes», y es tajante cuando se le pregunta por el futuro: «No quiero luchar más. Quiero volver a casa y vivir con mi padre», concluye.

8.000 soldados rusos

están presos en diferentes cárceles ucranianas, según las últimas estimaciones. El número real, en ambos bandos, es secreto.

Ahora se abre un rayo de esperanza. Las negociaciones de paz que Trump ha iniciado con Putin, impulsadas tras el ofrecimiento por parte de Kiev de una tregua total e incondicional de 30 días, contemplan el intercambio de prisioneros. En la conversación que esta semana han mantenido los presidentes de Estados Unidos y de Rusia se contempla el canje «como muestra de buena voluntad» de 175.

Nikita Sergeyevich durante una pausa para fumar en el patio de la cárcel. Zigor Aldama

Pero es difícil que Ucrania acepte intercambiar a Nikita Sergeyevich porque, en realidad, es ciudadano ucraniano. Residente en la ciudad de Donetsk, ocupada desde 2014, este joven de 23 años se alistó en el ejército ruso en enero de 2022 para realizar el servicio militar durante un año y lograr así una beca para estudiar en la universidad. En febrero, Putin ordenó la invasión «y yo me quedé atrapado en la mili». No fue destinado al frente hasta el pasado mes de mayo. «Nos enviaron a reforzar posiciones en Marenka y fuimos atacados solo cinco horas después. De seis, solo sobrevivimos dos y nos atraparon», cuenta.

Sergeyevich habla durante una pausa en la que los presos pueden salir a fumar y charlar en el patio, y, como sabe que sus compañeros le escuchan, se muestra reacio a dar su opinión sobre la invasión de Putin. «Nunca he apoyado la guerra. Siempre creí que para cuando yo me graduase habría acabado ya. Pero resulta que no. A partir de 2022 incluso fue peor», comenta, prefiriendo esquivar la cuestión sobre si se siente ucraniano o ruso, que le pone evidentemente nervioso. «Solo espero que me intercambien y que me desmovilicen», se despide.

La vida en prisión

Escenas de la comida en la cárcel. Zigor Aldama
Imagen principal - Escenas de la comida en la cárcel.
Imagen secundaria 1 - Escenas de la comida en la cárcel.
Imagen secundaria 2 - Escenas de la comida en la cárcel.

Todos los prisioneros entrevistados reconocen que están bien tratados. Ivanov trabaja en la cocina y Oleksandr en el taller adyacente, donde dan forma a diferentes productos por los que reciben un salario mínimo. Los responsables de la prisión nos permiten acceder a todos los rincones de los edificios con la condición de no dirigir la palabra a los guardias. También requieren supervisar de antemano las fotografías de este reportaje para que no se pueda identificar la ubicación de las instalaciones o a sus trabajadores. A pesar de todo, uno de los funcionarios entabla una breve conversación para asegurar que los presos se portan bien. «No tienen aliciente para lo contrario, porque quieren que les intercambien. Y, además, ¿adónde irían si escapan?», pregunta.

Sorprende que no haya barrotes en las habitaciones, donde encontramos obras de literatura y cuadernos de crucigramas y sudokus en las camas que vienen identificadas con la ficha de sus ocupantes. Los muros sí son altos y están coronados por concertinas. Además, el acceso cuenta con diferentes filtros de seguridad, pero los guardias no portan armas. Eso sí, el ambiente no es distendido. Los rusos se cuadran en posición militar y en silencio para comer y para desplazarse de un lado para otro. Se aprecia que algunos han sufrido heridas que están siendo tratadas, y todos parecen gozar de buena salud. La comida, que probamos, es digna. «Ya les gustaría a nuestros soldados que les tratasen así en Rusia», lamenta uno de los guardias.

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