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Serhii Serheev no había tocado un arma en su vida cuando las tropas rusas iniciaron la invasión total de Ucrania. Sin embargo, no dudó ni un momento en alistarse para proteger su país. «El 24 de febrero los rusos cruzaron la frontera y comenzaron a bombardear el aeropuerto de Jersón. Un amigo me llamó a las cinco de la mañana para avisarme de que había estallado la guerra y, después de comprar víveres y gasolina a la carrera, a las diez y media ya tenía en mis manos un Kalashnikov. Me dieron un entrenamiento de cinco minutos que consistió en aprender cómo se carga el AK-47, cómo se amartilla, y cómo se dispara. Inmediatamente, me enviaron al frente», comenta con ironía.
«He tenido suerte de sobrevivir hasta ahora», admite Serheev con un sonoro suspiro de alivio. Y no es para menos. A sus 25 años, participó en la fracasada operación para proteger los puentes sobre el río Dnipro. «Los rusos eran mucho más profesionales y, a pesar de que hicimos todo lo posible, tuvimos que retirarnos», relata este joven de rasgos suaves y sonrisa fácil que se ha ganado el mote de 'setita'.
Jersón fue la primera gran ciudad ucraniana que cayó en manos del ejército ruso, la única capital regional capturada en este año de guerra, y una de las localidades que más tiempo ha permanecido ocupada hasta su liberación. Serheev también participó en esa operación, que concluyó el pasado 11 de noviembre. «La gente salió a la calle a festejarlo, pero a mí no me permitieron reunirme con mis padres hasta tiempo después, porque había miedo a los colaboracionistas rusos», recuerda.
Se temía que lucharan como habían hecho durante los casi diez meses de ocupación los partisanos ucranianos. Como lo hicieron, por ejemplo, Bohdan Gordievskiy y su mujer Anastasia, de 20 y 21 años respectivamente. Se habían conocido en la escuela militar y esta ciudad del sur era, precisamente, su primer destino como soldados. Llegaron justo el 24 de febrero de 2022. «Íbamos con otros soldados en el autobús y a todos nos empezaron a sonar los móviles. A lo lejos vimos cómo zonas de Jersón estaban en llamas. Era un caos», recuerda él.
«Nos separaron al cabo de pocos días. Y cuando los rusos tomaron la ciudad nos escondimos en viviendas de los residentes, donde nos ordenaron que actuásemos como civiles», añade ella. De esta manera, la joven pareja recababa información sobre el movimiento de las tropas rusas y el armamento con el que contaban, clave para lanzar el esperado contraataque que liberó la ciudad. «Al cabo de dos meses, los móviles ucranianos dejaron de funcionar y teníamos que comprar tarjetas rusas, para las que exigían todo tipo de documentos. Así nos tenían controlados y utilizaban nuestros datos para afirmar que en el referéndum de anexión habíamos votado a favor», cuenta Bohdan. Ahora, tras haber superado esta prueba de fuego, el matrimonio está pensando en formar una familia.
Anastasia, 21 años
A diferencia de lo sucedido con la liberación de los municipios que rodean la capital, Kiev, la victoria en Jersón ha sido agridulce. Porque los puentes están derruidos y la localidad ha quedado partida por la mitad: en la orilla oriental continúan atrincherados los rusos, que han convertido el río en una frontera 'de facto', mientras que la enseña ucraniana ondea en la parte occidental, la que alberga el grueso de la ciudad.
Ambos bandos han quedado temporalmente en tablas, una situación que el constante bombardeo de artillería no logra cambiar. Lo que sí hace es dejar un imparable reguero de muertos. Los tres últimos se registraron el pasado fin de semana. Así, Jersón es una ciudad fantasma en la que solo un puñado de negocios permanece abierto y en la que únicamente los residentes más mayores se resisten a buscar refugio en algún otro lugar. Sin embargo, los militares afirman que la moral es alta.
A sus 58 años, y después de haber luchado con la Unión Soviética en Afganistán hace cuatro décadas, el sargento Mykola Zozulia debería estar pensando en la jubilación. Pero se presentó voluntario el día siguiente a la invasión y su mira está puesta en la victoria final. «Será nuestra, es solo cuestión de tiempo», sentencia sentado en el camastro de la trinchera que los ucranianos están cavando en la retaguardia, por donde temen que los rusos vuelvan a tratar de tomar la ciudad.
«Cualquier persona que pueda empuñar un arma, debe hacerlo. Y en caso contrario, puede ayudar cavando trincheras o de muchas otras formas. Pero parada no se puede quedar la gente si quiere continuar viviendo en libertad», dispara Zozulia. El problema es que, como muestra el elevado número de bajas entre las filas rusas que engrosan los movilizados inexpertos, el peligro está en acabar enviando a personas poco preparadas a la muerte.
En el bando ucraniano también sucede. Se confirmó en el Parque de las Lilas de Jersón, donde el capellán militar Maksim Bervinov construye estos días un pequeño memorial para recordar a los 30 compañeros que fallecieron el 1 de marzo del año pasado, cuando trataban de frenar el avance ruso en este pequeño bosque. «Tenían poca experiencia y se enfrentaron armados solo con fusiles y cócteles molotov a soldados profesionales», relata. Incluso hoy, con toda la ayuda que Occidente promete a Ucrania, Bervinov asegura que su brigada necesita más proyectiles de artillería para defender la ciudad.
Los obuses que caen a pocos cientos de metros son la prueba de que, pese al optimismo de los militares, nada está ganado para siempre. Bervinov se ha acostumbrado y solo echa la rodilla a tierra cuando el silbido de uno suena muy cercano, en una involuntaria imitación del teniente Bill Kilgore en 'Apocalypse Now'. Es un religioso que ha cambiado el hábito por el uniforme de camuflaje y que se ha curtido en mil batallas desde la ocupación de Crimea, en 2014, pero reconoce que el estancamiento que se vive en el campo de batalla le hace temer que Vladímir Putin acabe utilizando un arma nuclear táctica para garantizarse la victoria. «Somos pocos si nos comparamos con los rusos, pero nuestro espíritu es más fuerte», se reconforta.
Oleksandr Fediunin conoce bien todos los puntos del Convenio de Ginebra relativo al trato debido a los prisioneros de guerra. Porque los rusos se saltaron unos cuantos con él. «Me apresaron el 3 de marzo en Jersón cuando yo pretendía ser un civil más en la ciudad ocupada», recuerda este militar ucraniano. «Al principio no sabían quién era, pero por la información de mi móvil descubrieron que soy mayor del Ejército. Me encerraron en un sótano de la sede gubernamental», continúa.
Engrilletado, los rusos comenzaron a interrogar a Fediunin. Al principio con un poco de tacto, luego a puñetazos. Y, finalmente, trataron de sacarle la información por cualquier medio: «Querían saber dónde se escondían mis compañeros, cuántos efectivos quedaban en la ciudad, ese tipo de cosas. Mantuvieron encendido mi teléfono para ver los mensajes que me llegaban». Estuvo aislado en una celda diez días que nunca olvidará. Porque a él lo torturaron, pero peor lo pasaron aquellos a los que escuchó gritar mientras les partían las piernas. «También había civiles que protestaban contra la ocupación», comenta.
Fediunin era valioso como moneda de cambio, así que los rusos lo trasladaron a Sebastopol, en la Crimea ocupada. «Allí nos trataron bien. El lugar era cómodo, nos daban tres comidas al día, e incluso podíamos jugar al ajedrez», describe el oficial. Lo que no podía saber entonces es que todo formaba parte de un teatro diseñado para que la prensa rusa hiciese propaganda. «Incluso vino una responsable de Derechos Humanos de Rusia para certificar que recibíamos un trato adecuado», añade Fediunin, al que le encargaron la gestión de los prisioneros ucranianos.
Antes que a él, los rusos liberaron a un voluntario de Jersón al que el militar le encargó encontrar a su familia para informarles de que seguía vivo. «Eso es lo que más me torturaba. Pensar que ellos creían que había muerto», explica. El 8 de mayo llegó su turno: fue intercambiado en Zaporiya por otros militares rusos. Entonces comenzó otra odisea. «Estuve en un centro de rehabilitación durante diez días para confirmar que no me había cambiado de bando, que no traicionaría a mi país», recuerda.
La experiencia no ha cambiado su visión de los rusos. «Hay gente buena, y gente mala. Quienes me dejan sin comer en un sótano cuatro días y quienes se preocupan por ello. Los que invaden países y matan niños, y los que se oponen a ello», analiza. Y reconoce que entre los ucranianos puede suceder lo mismo. «No he visto cómo tratamos aquí a los prisioneros rusos. Me dicen que se respetan las normas, pero entiendo que, según qué hayan hecho algunos, seguramente no sean bienvenidos», desliza.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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