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Puro trámite. En eso se han convertido las elecciones presidenciales en Bielorrusia, donde desde el 20 de julio de 1994 Alexánder Lukashenko, de 70 años, ostenta el poder. Los nuevos comicios de este domingo, con una oposición silenciada y exiliada, conducen a la reelección del ... primer y único presidente para un séptimo mandato consecutivo. En todos ellos ha rondado el 80% de los sufragios, entre acusaciones de fraude electoral. Desde este viernes los ciudadanos de esta antigua república soviética acuden a las urnas para votar de forma anticipada, con unos resultados que se conocen de antemano.
El recuento de las comicios de 2020 generó una ola de protestas masivas, sofocadas con una feroz represión: 65.000 detenidos, miles de heridos y cientos de medios de comunicación y ONGs cerrados. El retraso de los sufragios de agosto a enero perseguía evitar que se repitieran las manifestaciones y en los últimos meses se han intensificado los arrestos masivos de familiares o amigos de los líderes opositores encarcelados o en el exilio. La Unión Europea ha criticado duramente un proceso que ha tachado de «farsa»: «No son elecciones cuando sabes quién va a ganar».
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Los apodos del mandatario demuestran que Lukashenko es una figura polarizadora, que provoca opiniones extremas. Desde 'batka' (padre, en bielorruso) como le llaman sus simpatizantes, a «último dictador de Europa» como se refiere a él Occidente y la oposición. Él mismo dijo que «es mejor ser dictador que gay».
Lukashenko se encuentra dividido entre la necesidad de mantener la independencia de su país y a la vez su cercanía a Rusia, su principal sostén económico. Con Vladímir Putin mantiene una amistad de conveniencia, acentuada por su dependencia del petróleo y gas natural rusos.
Al tratarse Rusia de un socio clave de Lukashenko, tanto por el soporte económico como por el apoyo político que le ha dado, como contraprestación, el Kremlin utilizó el territorio bielorruso como plataforma de lanzamiento de la invasión de Ucrania en febrero de 2022, lo que para muchos convirtió a Minsk en coagresor y cómplice de Moscú en esta guerra.
La petición de auxilio por la crisis generada tras las protestas de las elecciones de 2020 aumentó la dependencia de Putin, que fue aprovechada por éste para aumentar su presencia militar en Bielorrusia e incluso ha desplegado misiles nucleares.
Nacido el 30 de agosto de 1954 en Kopys, Lukashenko creció en un entorno modesto con su madre soltera. Se licenció en Historia a los 21 años y una década después en Agricultura. Antes de entrar en política, dirigió una granja estatal y sirvió en el ejército de la URSS. En las tropas soviéticas actuó como comisario político y se afilió al Partido Comunista en 1979. Entre medias, destacó en el plano deportivo como campeón nacional de sambo, un estilo de lucha libre de origen ruso.
Su carrera política despegó en 1990 cuando fue elegido diputado del Soviet Supremo de la RSS de Bielorrusia, donde encabezó la facción que apostaba por mantener la Unión Soviética con aperturas democráticas. Fue el único parlamentario que votó en contra de la disolución de la URSS.
En los primeros años de la Bielorrusia independiente ganó protagonismo como azote de los políticos corruptos, incluso del entonces presidente Stanislav Shushkévich que acabó dimitiendo. El proceso culminó con una nueva Constitución y la celebración de las primeras elecciones presidenciales en democracia en julio de 1994. A ellas se presentó Lukashenko con una plataforma populista que entre sus grandes promesas estaba acabar con la corrupción, «derrotar a la mafia» y recuperar una vida más próspera, segura y sencilla, además de fortalecer lazos con Moscú. Con su bigote y peinado recordaba al típico hombre tradicional soviético y se aprovechó de la nostalgia entre la población hacia la época de la URSS para dar la sorpresa a propios y extraños y hacerse con la victoria en las urnas.
El flamante presidente había ofrecido un contrato social que se resumía en el compromiso de que nadie fuera demasiado rico ni demasiado pobre. Para ello su política se ha basado en recuperar medidas de la política soviética con una fuerte intervención pública y una economía planificada. Nacionalizó bancos, aumentó el salario mínimo y reintrodujo el control de precios.
Como resultado, más de la mitad de los trabajadores bielorrusos están empleados en empresas públicas, con una tasa de paro del 1%. Según el Banco Mundial, durante su mandato ha conseguido reducir drásticamente el porcentaje de la población que vive bajo el umbral de la pobreza, pasando del 41,9% en 1992 al 5,6% en 2020.
Otras de las banderas han sido un sistema de sanidad y educación públicas y una apuesta por una fuerte actividad industrial, que representa el 36% del PIB, y un sector agrícola con más peso que en otros países de su entorno.
El Gobierno de Lukashenko ejerce asimismo un fuerte control de la prensa y está marcado por la represión de la oposición política, que ha quedado completamente laminada tras sus tres décadas en el poder. Por ello, el mandatario se ha enfrentado a sanciones internacionales y críticas por violaciones de derechos humanos, especialmente tras las elecciones de 2020. El presidente impone una fuerte vigilancia a la ciudadanía del país a través del servicio de seguridad, la KGB bielorrusa, y mantiene la pena de muerte, que se ejecuta mediante un disparo en la nuca. Se trata de la única nación europea que aplica esta condena.
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