Durante el funeral de Estado por el Jimmy Carter, Donald Trump ha escuchado en silencio y con aparente atención los elogios hacia la integridad del ... demócrata. El consenso es claro: con independencia de sus errores, Carter resplandece en la memoria colectiva de Estados Unidos por una conducta moral sobresaliente, tanto en su único mandato presidencial como en su larga vida de expresidente.
Es difícil saber si la celebración del ejemplo ético de Carter interpela lo más mínimo a un Trump a punto de comenzar su segundo mandato. Me inclino a pensar que no. La larga vida empresarial del neoyorquino se encuentra plagada de episodios en los que no hizo caso alguno de las reglas del juego. En su paso por la Casa Blanca de 2016 a 2020 ignoró los conflictos de intereses, benefició a sus negocios, familia y amigos, alentó una insurrección contra el poder legislativo y creó todavía más división en una sociedad muy polarizada.
El largo interregno desde que ganó las elecciones del pasado 5 de noviembre ha servido para despejar las dudas de los que se esforzaban por atisbar pragmatismo y moderación en su futura conducta. Trump ha dejado muy claro que vuelve al poder para llevar a cabo un programa inspirado en el nacionalismo y dispuesto a dejar huella en ámbitos como el comercio, la inmigración o la política exterior. Además, ha conseguido orillar la montaña de casos penales que pesaban sobre él, gracias a la nueva doctrina sobre inmunidad presidencial del Tribunal Supremo. No parece que su avanzada edad le ayude a moderar la combinación extrema de narcisismo y agresividad con la que opera. Trump es y será el gran disruptor de la política estadounidense. Elon Musk, su verdadero vicepresidente, añade leña al fuego a diario y disfrutar preparando experimentos sin tener que rendir cuentas a nadie.
Para los europeos, el nuevo ciclo de trumpismo disruptor puede tener efectos muy negativos en tres grandes ámbitos, la economía, la defensa y la democracia. La Unión y sus Estados miembros no están bien preparados para un mundo en el que la superpotencia occidental ya no es proveedor de estabilidad global. Por el contrario, los nuevos bárbaros occidentales, como llamaba un personaje de Henry James a los habitantes de Estados Unidos en 1877, están dispuestos a debilitar las organizaciones multilaterales y apoyan abiertamente a los partidos anti-europeos. Nada dura para siempre y al menos la hoja de ruta europea parece clara: la ola de proteccionismo, aislacionismo y radicalidad debería servir para fortalecer el mercado interior, la identidad política continental y hacer los deberes en defensa.
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