En La voluntad del gudari, Gaizka Fernández Soldevilla utiliza el concepto de transferencia de culpabilidad para designar un fenómeno de desviación de responsabilidades que presidió prácticamente toda la historia de ETA. Su antecedente, transferencia de sacralidad, acuñado por Mona Ozouf, permitía explicar el trasvase de ... los elementos de una religión tradicional al nacionalismo vasco, constituido en religión política. La transferencia de culpabilidad alude a otro fenómeno asimismo frecuente en la historia de la violencia y del terror practicados por organizaciones nacionalistas y/o religiosas: se trata de exculpar al actor que comete el crimen, cargando su responsabilidad, bien a supuestos actos previos de la víctima que justificarían su ejecución, bien a la superioridad de los fines perseguidos por el agresor. En el caso de ETA, todo el mundo recuerda el «algo habrá hecho», pronunciado por la vox populi abertzale ante cualquier atentado, o el «en la guerra tiene que haber víctimas», cuando no era fácil adscribir responsabilidad alguna al atacado. En el límite, semejante transferencia llega a ser asumida desde el grupo agredido, unas veces insistiendo en la lealtad patriótica del asesinado, como si perteneciera al colectivo de los verdugos, quienes así al matarlo se equivocaron, otras refiriéndose a un contexto que supuestamente explicaría la lógica del terror.
No cabe excluir que después de los atentados de Bruselas vuelva a presentarse esta actitud en amplios sectores de la opinión, con la consecuencia de bloquear toda indagación sobre lo que está ocurriendo y, particularmente, sobre las políticas a adoptar frente al yihadismo. Sucedió ya con el atentado criminal contra los redactores de Charlie Hebdo: el artículo más celebrado sobre el tema fue el de un profesor norteamericano frente a la movilización antiterrorista,Yo no soy Charlie Hebdo. Siempre tras un periodo de cautela, dominado por el espíritu de sensibilidad, lo mismo tuvo lugar al examinar las consecuencias de los atentados de noviembre en París. Según era de esperar, los imanes de Francia denunciaron los «ataques odiosos y abyectos», para de inmediato atribuirlos a «un terrorismo internacional (sic) que mata indistintamente».
En Oumma, órgano del islam moderado en Francia, fueron destacadas las declaraciones de Maradona, que a su condena de lo ocurrido en París sumó las de Irak, Siria y Palestina. La amalgama como máscara. Todo menos mirar de frente a las raíces religiosas del yihadismo. Entre nosotros se llevó la palma Manuela Carmena, alcaldesa de Madrid, que lanzó su anatema como si España estuviera a punto de lanzar paracaidistas sobre Raqqa, la capital del Estado Islámico. «La respuesta a la barbarie no es la venganza, sino hablar», dijo, afirmación sorprendente en quien sufrió de modo directo una acción criminal de tan clara motivación ideológico-política como el atentado de Atocha. Conclusión de Manuela: no a la guerra, y apoyándose en las mujeres (?), lancemos el diálogo. Entre tanto, los terroristas se han ausentado del relato, y lo único que queda es la corriente belicista, vengativa, de Europa, que resulta preciso combatir.
Así que no estaríamos ante una organización criminal, perfectamente identificada, sino frente al fantasma de una barbarie que es preciso corregir. No hagamos nada. Incluso cubramos con una cortina de humo la presencia de refugiados entre los terroristas de París, o en otro orden de cosas, que los asaltos sexuales masivos de Colonia no fueron espontáneos, sino que se atuvieron a una pauta de acción colectiva, el taharrush, patentado durante la Primavera árabe en la plaza de Tahrir. Un imán de Colonia los justificó, culpando a la provocación de las mujeres.
También pareció mejor cerrar los ojos. Quienes no los cierran son los grupos de extrema derecha, que ven en esa ceremonia de la confusión la plataforma para un crecimiento en flecha de sus mensajes xenófobos.
Los atentados de Bruselas disipan toda duda. El Estado Islámico ha dado un golpe más, con unos blancos simbólicos bien definidos: el aeropuerto como centro de comunicaciones vital para un país, al modo de los atentados del 11-M en Madrid, y una estación de metro, la de Maelbeek, significativamente situada en la Rue de la Loi, la gran vía monumental que lleva al centro de las instituciones europeas. Verosímilmente hubiesen preferido atentar en la estación Schumann, en el mismo centro, más protegida.
Es la declaración de guerra a Europa, en el marco de una declaración de guerra a Occidente. Una guerra asimétrica, de ataques terroristas espaciados y recurrentes, donde el Estado Islámico puede operar a su gusto en dos frentes articulados, y muy distantes entre sí, mientras el avispero sirio bloquea de momento la imprescindible actuación bélica occidental contra su territorio. Sin romper este círculo vicioso, tenga más o menos pujanza en Asia, el EI no tiene razones para cambiar de estrategia. El reconocimiento de que se trata de una guerra, amparada en una pretensión islámica de dominio universal, resulta imprescindible para una respuesta, y también que Europa sigue estando obligada a respetar los derechos humanos y a vacunarse contra una xenofobia antimusulmana en ascenso.
Tarea difícil si se piensa en que lo más cómodo es practicar la ceguera voluntaria contra la presencia en los libros sagrados del islam de componentes capaces, no solo a impulsar, sino de hacer obligada la estrategia del terror. Es un punto capital al que no se presta atención alguna, como al desgaste que producen ya los primeros comentarios entre nosotros que rehúyen la responsabilidad del islam (yihadista) y cargan las culpas sobre Europa, sobre Bélgica o sobre Francia. No tardará en hacer su aparición el tema de los refugiados para acentuar ese perverso sentimiento de impotencia y de culpabilidad.
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