Cisma generacional
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Sánchez necesita construir un relato político más sólido que contrarreste el discurso que Puigdemont ha fijado para negociar la investiduraDecía hace pocos días en una entrevista el historiador Juan Pablo Fusi, en tono de lamento, que sentía todo lo que ocurría en España desde 2015 como «el fracaso» de su generación, la que combatió el franquismo y luchó por la democracia, la que defendió ... la Constitución de 1978 y la que hizo posible el reencuentro después de la dictadura. Lo que se observa, de entrada, es un doloroso cisma generacional. Fusi se mostraba muy crítico con la clase política actual que, en su opinión, alimentaba una polarización que no era real en la sociedad española. El reproche era muy directo contra la estrategia de Pedro Sánchez, pero se remontaba ya a la etapa de Rodrígue Zapatero. El socialismo español está mutando una parte de su electorado y la discusión está servida en bandeja.
Viene a colación este reflexión para entender la colisión íntima que se está fraguando en el seno de la izquierda española, en especial del socialismo, tras conocer el listado de reivindicaciones de Carles Puigdemont a la hora de negociar la investidura de Sánchez. La inquietud ha prendido incluso en sectores que apoyan la continuidad de Sánchez al frente de un Gobierno de coalición progresista apoyado por los partidos nacionalistas pero ven con preocupación que el precio de las concesiones políticas a ofrecer sea excesivo y pueda debilitar a la larga el proyecto del PSOE. El choque tiene en parte una raíz de conflicto de tipo generacinal, que divide a quienes fueron protagonistas del cambio democrático en España y quienes eran niños o no habían nacido.
Ahora que este 11 de septiembre se cumplen en Chile 50 años de la caída de Salvador Allende como presidente constitucional, hay que insistir en que muchas veces la historia se escribe con factores personales inesperados y que determinados procesos sociales se aceleran si confluyen determinados estados de ánimo colectivos. Allende subestimó el papel desestabilizador de las diferencias internas en el seno de la Unidad Popular, que quisieron conducir determinados cambios de calado sin una mayoría social más amplia. Cualquier parecido es mera coincidencia pero a veces las comparaciones las carga el diablo.
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El expresident catalán busca su rehabilitación política por la puerta grande, aunque eso suponga condenar a la humillación a quienes consideraron el 'procés' un flagrante desafío que rompía la legalidad constitucional y estatutaria y ahora parece que tienen que pedir perdón por ello. La forma y el fondo de su discurso no daba un portazo al diálogo, pero lo hace francamente complicado. Exigir la amnistía de todos los delitos derivados del 'procés' e insistir en la vía unilateral, a la que no se renuncia, indica que no hay propósito alguno de enmienda, ni de contricción, por lo que pasó. Se ponen todas las culpas en el platillo de la balanza del Estado, se exime al independentismo de cualquier responsabilidad, y se construye un relato ideológico a mayor gloria del huido de la Justicia, que no quiso asumir sus decisiones, como hicieron otros, y que se ha dedicado a la deslegitimación de la democracia española desde el más visceral de los resentimientos. Con esos ingredientes, la generación de Fusi puede perfectamente considerarse fracasada.
Es loable el intento de Sánchez de pasar la página del conflicto de Cataluña definitivamente. Pero no puede hacerlo de cualquier manera. Por eso necesita una narrativa sólida que contrarreste los mantras que maneja el soberanismo. Sabemos que el problema catalán no nace en 2017, no es nuevo, tiene raíces históricas. Solo basta recordar que hace 25 años la Declaración de Barcelona suscrita por PNV, CiU y BNG ya abogaba por reconocer la plurinacionalidad de España al sostener que el modelo autonómico estaba agotado. Pero una cosa es reclamar un nuevo acuerdo territorial que corrija las lagunas y los errores del actual funcionamiento del modelo y otra es comprar acríticamente la narrativa del secesionismo más irredento, que sigue pensando que representa a toda la sociedad catalana. No darse cuenta de eso es cerrar los ojos al principio de realidad y, de paso, condenar al PSC, que ha vuelto a la hegemonía en Cataluña. Una cosa es apostar por la convivencia y otra jugar con fuego con el sistema.
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