Por escrito y sin avisar, les pregunté a mis alumnos de segundo de Periodismo, antes de que teclearan a galope su primera práctica, varias interrogaciones. De sopetón esta: «¿Cuánto cuesta un diario?». Los más vivos redondearon: «Más de un euro». Casi ninguno lo ... sabía.
La semana siguiente, dejé flotando esta otra cuestión, demasiado mísera por mi parte: «Si no pagáis para leer a los que van a ser vuestros compañeros de profesión, ¿pagará alguien, dentro de unos años, por leer el trabajo que hagáis vosotros?». Fui cruel.
Por fortuna, junto con las verdaderas alhajas del oficio –los profesionales, de arriba abajo, del despacho de dirección a los talleres– los diarios, que viven de informar con veracidad y bien, aún tienen otro tesoro más: sus colaboradores. Me refiero ahora a los especialistas que se prestan a reducir en folio y medio la quintaesencia de una porción minúscula de sus espaciosos conocimientos. Son piezas estrictamente de opinión donde de verdad cuentan la firma y el ‘pie de autor’, es decir, el cargo, el ejercicio profesional… el aval propio de quien dicta una lección humilde y por eso sabia sobre un tema de abrasadora actualidad o con algún otro aliciente periodístico. «Un especialista que esencialmente pretende informar».
A esos artículos de opinión de entendidos en la materia se les llama tribunas, palabra que no está aún en el Diccionario académico con ese significado. Tribunas libres. O abiertas. Para la mayoría, para ‘el todos’. Si el colaborador se ciñe a la extensión acordada, los medios se comprometen a respetar el estilo de cada cual. Eliminarán erratas o rectificarán despistes accidentales, sí, pero guardarán la integridad de esos cuatro mil y pico caracteres de teclado.
«El propósito de una tribuna es ofrecer una opinión. Requiere una tesis clara, respaldada por pruebas dispuestas con rigor que conduzcan hasta un cierre convincente»
Y así, el suscriptor normal y corriente, el lector asiduo o el esporádico del bar modelarán con argumentos –ajenos pero asimilados– su parecer sobre la dependencia energética, y conocerán más sobre fuentes renovables de energía –eólica, solar, oceánica, geotérmica, de biomasa…– que avanzan como alternativas a los combustibles fósiles. O si dedican siete minutos a una página podrán decidir si los eSports –los deportes electrónicos– necesitan más protección legal para hacer frente a los ciberataques. O si leen a Alfredo Rubalcaba averiguarán cómo ganar –democráticamente, adoptando reformas y sometiéndolas al juicio ciudadano–, según él, a los independentistas de Cataluña. O comentar las respuestas a enrevesados retruécanos del yihadismo como «¿El islam se radicaliza o los radicales se islamizan?».
Bret Stephens –dejo aparte sus convicciones políticas neoconservadoras–, editor y columnista, dejó ensartados este verano en su periódico, nada menos que ‘The New York Times’, una lista de cosas que ha aprendido en sus años dedicados a seleccionar y publicar tribunas de profesionales reconocidos. Entrecomillo algunos de sus consejos.
Stephens encarece el ser claro, directo, inmediato. Y dirigirse al suscriptor y lector corriente, una persona «encantada de aprender algo de lo que usted escribe, siempre que le pueda entender fácilmente». Porque «la decisión más fácil que puede tomar un lector es dejar de leer. O sea: cada una de las frases cuenta para atraer su atención, empezando por la primera. Vaya usted al grano: ¿Por qué ese tema suyo es importante? ¿Por qué tiene importancia hoy? ¿Y qué nos lleva a interesarnos por lo que usted, y no otros, va a decir al respecto?».
Hay que escribir para un amplio grupo de personas, no para compañeros de especialidad ni para expertos. «El propósito de una tribuna es ofrecer una opinión. Requiere una tesis clara, respaldada por pruebas dispuestas con rigor que conduzcan hasta un cierre convincente».
«El prestigio importa. Los lectores se fijarán en las firmas de relieve: o porque acumulan experiencia en su campo o por ser los únicos que han encarnado esa vivencia. Si usted no puede añadir alguna novedad sobre determinado tema, es que no tiene que escribir sobre eso, por apasionados que sean sus puntos de vista. A los editores de opinión les suelen interesar firmas que dan la campanada por su perfil: un reconocido ecologista que apoya la energía nuclear; un político de derechas a favor de los derechos de personas transgénero; un profesor universitario afroamericano que se opone a la discriminación positiva».
Y en cuanto al estilo, la sensatez de recordar lo elemental: «Trabájese las cosas pequeñas. Lea cada una de sus frases –en voz alta– y pregúntese: ¿Es esto cierto? ¿Puedo yo defenderlo palabra por palabra? ¿Están bien puestos hechos, citas, fechas, nombres?». Y esta maravilla que deberían saber mis estudiantes: lo que de verdad hace un periódico es mantener una conversación continua con sus lectores.
Por eso hay que empezar a hablar. Adelante.
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