La legitimidad del Estado
En Cataluña, con una participación del 67,9% del censo, votó sí a la Constitución el 90,5% y no el 4,6%
JESÚS CABEZÓN
Jueves, 28 de septiembre 2017, 07:45
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JESÚS CABEZÓN
Jueves, 28 de septiembre 2017, 07:45
Lo que más me inquieta del impulso secesionista de quien gobierna las instituciones de la autonomía de Cataluña es lo que contiene de desafío frontal al Estado. No es el desafío a un gobierno con el que se puede o no estar de acuerdo, sino ... una amenaza consciente a la democracia y al orden constitucional que los españoles (incluidos los catalanes) nos dimos en 1978. En Cataluña, con una participación del 67,9% del censo, votó sí a la Constitución el 90,5% y no el 4,6%. De los siete ‘padres’ de la Constitución, dos eran catalanes: Miquel Roca y Jordi Solé Tura.
Hoy, ante la incompetencia jurídica y torpeza política, con llamamientos permanentes del Govern y la mayoría parlamentaria que le sostiene para alterar la convivencia y romper la legalidad, lo normal es que el Estado responda con serenidad pero con firmeza para garantizar el Estado de Derecho.
Ante la insensata actitud del independentismo catalán, que arrastra, desprecia y abusa de la buena fe de muchos catalanes que no aceptan que su autogobierno se base en la ilegalidad, el Estado debe responder. Las instituciones del Estado tienen que defender a quienes se manifiestan con su palabra, con su actitud, incluso con su silencio, a favor de la democracia, los derechos y las libertades de todos, incluyendo en ese todos a los catalanes. ¿Quién garantiza a estos ciudadanos la protección que les otorga la ley?
El Estado, a través de sus instituciones, tiene toda la legitimidad para restaurar y defender los derechos y libertades establecidas en la Constitución y el Estatut, si son derogadas o suspendidas por la arbitrariedad y la soberbia secesionista. Es el Estado quien debe responder a la falta de lealtad institucional de la Generalitat.
Frente a tanta demagogia y discursos de brocha gorda de la que son maestros los frívolos amigos de la posverdad y de reescribir el pasado, como los Rufián, Otegi, Iglesias, Colau, Gabriel, Turull, Forcadell y compañía, sólo nos queda la respuesta honesta desde la legalidad constitucional, una legalidad en la que ellos no han creído ni creen. España no es un Estado fallido incapaz de hacer que se respete la Constitución y se cumplan las leyes. No hay democracia si se incumplen las leyes. No es posible articular la vida civilizada de una sociedad desde la ilegalidad. No es honesto aplaudir la desobediencia a las leyes de un poder público. ¿Desde cuándo cometer un delito es un acto democrático?
La autodenominada ley catalana del referéndum incumple la Constitución española, el Estatut, las resoluciones de la ONU, las recomendaciones de la Comisión de Venecia y del Consejo de Europa. El dictamen del Tribunal de la Haya, al que hace referencia el texto catalán, validaba la independencia de Kosovo porque lo permitía el marco constitucional aplicable y esa era la voluntad de Naciones Unidas. Es normal que se impida ejercer un derecho del que Cataluña no es titular.
Somos muchos los que no entendemos por qué no se actuó el 9 de noviembre de 2014 y aceptamos que las cosas se debieron hacer mejor en el pasado y que la Constitución necesita una adecuación a las nuevas realidades sociales y políticas. Pero ahora, aparquemos transitoriamente las diferencias partidistas y las críticas al Gobierno, porque de lo que hablamos es del golpe a la democracia que plantea la Generalitat, que dice y repite no respetar la legalidad y que dividiendo a la sociedad catalana pone en riesgo la convivencia. Solo se respeta a lo que pasa el filtro que el xenófobo nacionalismo secesionista catalán ha establecido, y a partir de lo aprendido de obispos, curas y monjas de su cuerda, distribuyen bendiciones a los buenos y condenan a los malos catalanes.
Si constatamos que la legítima actividad del Estado genera más independentismos en Cataluña, no sería bueno negar la existencia de un problema y, por ello, quizá convenga comenzar a pensar en buscar y encontrar soluciones políticas integradoras de cierto calado a partir del día 2 de octubre, desde la convicción del pluralismo y complejidad de la sociedad y de la opinión pública catalana, porque también en Cataluña se incorporó en su momento la experiencia de la modernidad, aunque a veces no lo parezca.
No puede ser que el narcisismo del nacionalismo catalán se haya declarado esencialmente irreductible al diálogo político. Porque si así fuera, sería imposible encontrar el lugar de Cataluña en España y el lugar de España en Cataluña.
La iniciativa política, que es bastante más que una propuesta voluntarista de símbolos y palabras, debe contar con la certeza de que el independentismo no es un todo monolítico, sino que responde a motivaciones variadas y es la agregación de grupos con intereses no siempre coincidentes; debe saber esa iniciativa política, que una parte no menor de la sociedad catalana, que no se ha sumado al independentismo, sí desea un mayor autogobierno para Cataluña incluyendo un reconocimiento explícito de su singularidad y debe recuperar la lealtad constitucional de los catalanes federalistas que pueden haberse inclinado hacia el independentismo por carecer de un referente político más atractivo y sugestivo, pero que pueden sumarse a un proyecto común con España, una nación de ciudadanos iguales.
No nos confundamos y entendamos que si hay una mayoría de catalanes que se opone al proyecto de ruptura historicista e identitario, ello quiera decir que esa mayoría apoya el continuismo.
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