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Domingo por la tarde. Un día de invierno de finales de los años sesenta. Mis padres han salido de paseo, a «ver escaparates», como se decía por entonces. Tras una primera parada, quizás en El Sanjo de la calle Cuesta, la 'arrancada' tocaba, casi obligatoriamente, ... en el Mesón del Castellano. A mi madre le encantaban los pimientos rellenos que se preparaban en la cocina de este establecimiento, referente de la cocina tradicional española. Aquella ración bastaba para rematar el último día de la semana y para no tener que preparar la cena al regreso a casa.
Ernesto Gutiérrez Alles, fallecido a los 91 años, hace unos días, fue el primer propietario de este bar-restaurante que aún continúa, tras un par de cambios de dueño, manteniendo su soberanía en la calle Burgos de la capital cántabra.
Ernesto nació en Cuba, fruto de un intento por parte de sus progenitores de prosperar en un mundo nuevo. Pero a los dos años, la aventura se truncó y la familia volvió a su pueblo, Peñarrubia. A la antesala de Liébana, cuna de muchos de los hosteleros de la región
A los 17 años, relata su hijo Luis, Ernesto emigró a Venezuela y allí comenzó a moverse en el mundo de la hostelería. Entrados ya los años 50 regresó a Santander, donde junto a su familia abrió el mesón de la calle Burgos, llamado en un principio de El Riojano, nombre que tuvo que cambiar por el de El Castellano para no coincidir con el abierto en el Río de la Pila. Quince años después, Ernesto contrajo matrimonio con Rosa María Abarrategui de la Fuente, que ayudó en El Castellano con los postres.
El Mesón, en un principio, fue un bar donde se servían vinos y otras bebidas. En la planta baja, ya que la reforma en el piso de arriba, después comedor, no se realizó hasta dos años después.
Ernesto por entonces ya 'mandaba' en todo el establecimiento, mientras que su hermano Julián, ya fallecido, lo hacía en la barra, avalado por el contacto diario con el cliente. El padre de Ernesto, Julián, y su hermano, Ramón, también deambulaban por el mesón, ayudando en todo.
Muy pronto El Castellano se especializó, convirtiéndose en un establecimiento donde la gastronomía tradicional sigue siendo, 'santo y seña'. Fue también pionero en preparar comida para llevar, en especial el jamón ibérico, de Guijuelo, de la ahora popular marca Joselito. Los callos, los pimientos rellenos, las chuletillas de lechazo, los pescados frescos que el propio Ernesto compraba cada día en la Plaza de la Esperanza, triunfaron entre los clientes.
Hasta su jubilación permaneció al frente del negocio. Después, durante algunos años, se dedicó a una de sus grandes pasiones, los bolos. Llegó a jugar algunos campeonatos de veteranos, con buenos resultados generalmente.
Luis Gutiérrez recuerda a su padre como una persona «muy seria, fiable, respetada... Nunca le oí hablar mal de nadie. A su funeral vinieron tres de sus antiguos empleados, un hecho que muestra cómo era en realidad».
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