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Gerardo Ortiz Irureta
Sábado, 14 de diciembre 2024, 01:00
Marta nos dejó el domingo. Todos nos quedamos más solos y tristes, desconcertados. No era una más del grupo, era, un poco sin quererlo, una especie de líder, una opinión a tener siempre en cuenta. Y creemos que ella, espíritu libre, nunca quiso serlo, pero ... así lo sentíamos. Una referencia para lo sensato y lo disparatado. Algo parecido a un ángel que camina por las calles y los campos de Cantabria sin saber que lo es, y que solo te das cuenta que lo fue siempre, ahora que se ha ido.
Nacida en Cádiz por casualidad, hay quien no lo sabía después de tanto trato y solo la hemos conocido como santanderina. Estudió en los Sagrados Corazones, era una de las chicas del 'Sacrés Coeurs', como ella misma solía comentar. Recorres tus recuerdos y la ves con quince en el Río de la Pila, con veinte en cualquier noche de verano, con treinta cuando ya todos buscábamos una salida, un destino al que orientarnos y que ella ya había elegido hacía mucho tiempo: ayudar a todos sin aspavientos, como una señora, y ahora te das cuenta de que siempre lo fue. Una dama de aquí, moviéndose y compartiendo la edad de todos, y no encuentras ni un solo momento reprochable. De su ilusión por la fiesta pasaba con soltura a la seriedad de sus argumentos, a su manera de mantener su opinión sólida, sin perder el buen humor, incluso desde que supo que su dolencia no presagiaba un final feliz.
Se entregó a su oficio con tesón, alegría y distancia. Empezó como enfermera en el antiguo hospital del Doctor Madrazo y pronto descubrió su vocación y objetivo vital, la medicina rural que intenta hacer la vida más fácil en esa Cantabria que se vacía. Sus relatos de la vida y las gentes de la región (que tanto queremos pero no conocemos mucho), podrían servir para muchas crónicas, divertidas o trágicas. Pasó muchos años, hasta el final de su vida laboral, atendiendo a los vecinos de Polanco, Arenas de Iguña y esos pueblos que sin ella hubiesen llevado una vida más incómoda, más difícil.
Ya jubilada era una gloria encontrársela paseando por el muelle, con un andar rotundo, la mirada alta, el paso elegante y feliz de saludar a todos. Sin aspavientos, con solo una sonrisa que desarmaba cualquier enojo que en ese momento te enturbiase el pensamiento. Su presencia ha sido todos estos años como un bálsamo que, aunque no te cure, sí suaviza tu malestar. Al poco rato de estar con ella hablando de naderías te dabas cuenta de que lo tuyo eran eso, naderías. Incluso sin saber que Marta era ya consciente de ese mal que ha acabado por llevársela.
Marta se fue con la mayoría, como se decía en tiempos de la antigua Roma. Pero no será del todo así. Incluso cuando esté allí, entre esa multitud, destacará un poco sobre el resto. Como una patricia de casa noble, caminando erguida, un poco a más altura que el resto, alegre, nunca frágil, feliz de haber vivido sabiendo, o sin saber, que su presencia llevaba aparejada algún tipo de don que el domingo perdimos definitivamente.
Firman este artículo: Gerardo Ortiz Irureta y amigos de Marta Vega
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