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Ha fallecido a los 95 años Enrique Bedia, 'El Aldeano', propietario de un negocio con el mismo nombre que marcó un tiempo importante en el comercio de Torrelavega durante más de medio siglo. Había nacido en Pedreña en el seno de una familia también de ... comerciantes, no en vano sus mayores eran propietarios de una tienda-bar en esta localidad, 'El Cuadro', fundada en 1897 por su abuelo materno Salustiano Higuera, un pedreñero de pro que fue el propietario de la primera trainera que hubo en esa localidad, que compró en Motrico; además se dedicaban al campo y al ganado. Enrique atravesaba cada día la bahía en 'la pedreñera' para estudiar en la capital lo que entonces se llamaba Comercio. Cuando llegó el momento de ingresar en el servicio militar, de aquel que ocupaba tres años y seis meses de la vida de los quintos, en 1945, fue destinado a La Remonta, donde comenzó a conocer el mundo del caballo, afición y aprendizaje que completó en su destino en la Finca de los Soldados en Torrelavega.
En la capital del Besaya había un establecimiento, abierto a principios del siglo pasado, que era propiedad de Jerónimo Gutiérrez y de Arsenia Bolado, dedicado a la venta de aperos, elementos de labranza y artículos del mundo rural, llamado 'El Aldeano', de tal fama, que daría sobrenombre a todos sus descendientes. Allí 'bajaba' Enrique a comprar el material necesario para las caballerizas y así fue como conoció a la hija de los dueños, a Seni, a quien rondaría hasta hacer su novia. Sus futuros suegros eran propietarios del edificio que albergaba el negocio, en la calle José María de Pereda número 43, y de los pisos superiores, pero un incendió acaecido en 1952 destruyó el inmueble obligando a la pareja a retrasar la boda hasta 1953.
Tras el enlace, Enrique se integró en el negocio familiar y el gran local que ocupaba se dividió en dos partes, una administrada por el nuevo matrimonio, dedicado ahora a bazar, y otro por su cuñado, Amado -hermano de Seni- una zapatería que también tendría el nombre de 'El Aldeano'; ambos comercios se complementaban, de hecho, estaban comunicados por una puerta. En el edificio cada miembro de la familia ocupó un piso. En el bazar de Enrique y Seni se vendía de todo: desde una vajilla a una lámpara, un tiesto, un bebedero para pollos, juguetes o una cristalería de lo más fino. Eran famosas las peonzas de madera (y las albarcas) que vendía Amado en su tienda, pero el cordelillo había que pasar a comprarlo a la de Enrique, hasta tal punto estaba unida esta familia.
Una de las divisiones comerciales más interesantes que tenía 'El Aldeano' era la dedicada a artículos de caza, no en vano Enrique era un diestro cazador de piezas mayores -aseguraba haber abatido nada menos que 102 jabalíes en su vida- por lo que abrió un departamento que incluía armero. Allí, lo mismo se vendía una canana, que unos cartuchos, que se entablaba una afable tertulia cinegética con los clientes. Esta afición la ha heredado su nieto Javier, a quien en su ancianidad, el abuelo reclamaba después de volver de cazar para que le contara cómo había ido la jornada. Por cierto, Enrique creó la cuadrilla número 15 de caza mayor denominada 'El Aldeano', no iba a ser menos.
Otra de las grandes aficiones de Enrique Bedia era la pesca, tanto de salmón como de bajura en la costa, por lo que, como algunos torrelaveguenses, tenía atracada una embarcación en Suances. Estos gustos, el trabajo, y mimar a su familia, constituyó gran parte de su vida, y como buen cinegético, también el cuidado y cría de sus perros de caza que tenía en la finca trasera de su edificio. Pero su pasión particular fueron los caballos, afición que le quedó de sus tiempos de soldado. De hecho, siempre decía que a él, lo que le hubiese gustado ser en esta vida, más que comerciante, habría sido veterinario. Nunca olvidó a un caballo de nombre 'Tintoretto' que cuidó en aquellos años juveniles.
Gran conversador, y mejor rezador, fue un hombre de hondas creencias religiosas que trasmitió a sus hijos que hoy recuerdan que antes de cada almuerzo familiar bendecía la mesa para dar gracias por los alimentos y después del postre, por haber podido compartirlos con los suyos; cada noche, andes de dormir, volvía a rezar, daba un beso a la fotografía de su esposa, fallecida hace un tiempo, encomendaba su alma a Dios, y descansaba.
Fue un ciudadano al que le gustaba ayudar a los demás y fue enterrado en el panteón de su familia política en Tanos.
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