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Icíar ochoa de olano
Viernes, 10 de febrero 2017, 07:18
En una revolución, es mejor un jefe malo que muchos jefes buenos que la dividan y la pierdan». La frase, pronunciada por un especialista contrastado en revueltas de larga duración, nada menos que el comandante Fidel Castro, tal vez llega un poco tarde para ejercer ... de antorcha en el oscuro túnel por el que desde hace meses transita Podemos sin encontrar la salida. La feroz lucha desatada por el control de la formación morada no es ninguna novedad, sino que entronca con una larga tradición fratricida que aqueja a los poderosos.
Pablo Iglesias e Íñigo Errejón, secretario general y secretario político de Podemos, antes grandes amigos, ahora enfrentados a cara de perro, son sólo la actualización de un duelo que se ha disputado cientos de veces. Desde Julio César y Pompeyo en la Roma Clásica, y mucho antes, la Historia se ha forjado a golpe de batallas intestinas. Sus escaramuzas son las que mueven el mundo. Iglesias y Errejón tan solo son una suerte de Lenin y Trotsky redivivos, un trasunto pálido de Robespierre y Danton en el que, afortunadamente, no cabe el recurso a la guillotina.
La izquierda ha demostrado tradicionalmente una mayor inclinación a la pelea entre hermanos. Aunque quizá su problema sea que sus batallas suelen disputarse a la luz de los focos, mientras que la derecha se muestra más proclive a la lucha soterrada o la conspiración en la sombra. Que se lo digan a Mariano Rajoy, que desde La Moncloa asiste hoy impasible a la descomposición de sus oponentes, aunque todavía deben de dolerle las cornadas que recibió de sus correligionarios cuando atravesaba el desierto de la oposición.
Pero son Felipe González y Alfonso Guerra quienes ofrecen el paralelismo más cercano a la situación que viven ahora quienes aspiran a ocupar la posición hegemónica en este flanco del arco político español. Aquellas disensiones en la vieja cúpula socialista se resolvieron con una fórmula que se demostró eficaz durante más de una década. Horas antes de que el duelo de Vistalegre aclare hacia dónde se decanta Podemos, pasamos revista a algunas de las relaciones de admiración, envidia, odio y afecto entre correligionarios que han marcado el curso de la Historia.
Lenin y Trotski
El mecenas y el peligroso «Judas» rojo
Cuando Vladímir Ilich Uliánov, Lenin para la Humanidad, conoció al periodista Leon Trotski, alias La Pluma, apreció enseguida su potencial y se convirtió en su mecenas. Esa financiación permitió al judío ucraniano, ya entonces un referente para los revolucionarios de toda Europa, viajar, conocer a importantes personajes de ideología marxista y esculpir su propia visión de cómo debía hacerse la revolución. Y esta no siempre coincidió con la de su patrocinador. Al contrario. Ambos protagonizaron agrias disputas sobre la propia concepción del Partido Comunista o sobre el modo en que debía ejercerse su control. Trotski quería una organización sin jerarquías ni limitaciones; su mentor, una formación regida por la verticalidad y dirigida por un líder que coordinara las acciones. Todo extrañamente contemporáneo un siglo después. Las diferencias entre los dos pensadores comunistas, propulsores de la revuelta proletaria contra el régimen de los zares, les llevaron a lanzarse duros ataques verbales. «¡El servicial Trotski es más peligroso que el enemigo! Jamás ha tenido opinión firme. Es un Judas», le llegó a afear el líder bolchevique. Sus desencuentros no les impedirían, sin embargo, culminar su proyecto revolucionario en octubre de 1917 y mantener una buena relación que duró hasta la muerte del primer líder de la Unión Soviética. Su fallecimiento marcaría el declive de su antagonista. El tirano Stalin, vencedor en la batalla por la sucesión de Lenin, no descansó hasta acabar con la vida de su odiado, temido y vencido opositor, aún estando exiliado en Mexico. Hace 54 años, lo mandó asesinar.
Fidel Castro y Ché Guevara
Ni matrimonio ni divorcio entre los dos guerrilleros
La personalidad de Fidel Castro sedujo a Ernesto Guevara desde el primer encuentro, hasta el punto de que el médico y periodista argentino quiso de inmediato integrarse, como un expedicionario más, en el planeado desembarco en la Cuba de Batista. Al comandante, aquel joven valeroso y culto le deslumbró. El idilio, la química leninista, duraría hasta 1965. Consolidada la revolución y alumbrado el Partido Comunista Cubano, la competencia entre ambos personajes abriría una sima que se vio acrecentada por la intolerancia y el mesianismo de Castro, y por su convencimiento de que el Ché era un hombre de grandes ideas pero un fracaso a la hora de materializarlas. «Con Fidel, ni matrimonio, ni divorcio». Cuentan que el lugarteniente resumió así su difícil experiencia con el líder revolucionario. Convencido de la necesidad de extender la lucha armada por todo el Tercer Mundo, desde su puesto como ministro cubano de Industria Guevara impulsó la instalación de focos guerrilleros en varios países de América Latina. Él mismo combatió en el Congo y en Bolivia, donde encontraría la muerte, ordenada por la CIA, tras ser abandonado a su suerte por Castro. Eso es al menos lo que sostienen distintas fuentes. Entre ellas, Gary Prado, el general boliviano que dirigió la operación para su detención y la de los dieciséis combatientes que le acompañaban. Aseguró que antes de ser ejecutado, el Che confesó que el comandante le había fallado en el momento crucial de su misión. Nunca tuvieron un aparato de radio, siempre estuvieron incomunicados. «Sin contacto con Manila (el nombre en clave de Cuba)», anotó varias veces en su diario el guerrillero días antes de recibir la descarga de plomo que acabó con su vida.
Robespierre y Danton
La sangre que ahogó al Incorruptible
El arquetipo de lucha intestina lo protagonizaron Maximilien Robespierre y Georges Jacques Danton en la madre de todas las revoluciones, la Francesa. De camino al poder, formaron una entente perfecta. La oratoria llana, la energía apabullante y el vitalismo hedonista de Danton le granjearon gran popularidad entre las masas humildes de París. El talento para la retórica, los gustos austeros y cierta aura de intachabilidad moral convirtieron a Robespierre en una figura casi mesiánica en el Club de los Jacobinos. Juntos elevaron al partido radical de La Montaña hasta la cima de laConvención. Con la asamblea a su merced y un poder casi absoluto, el recién creado Comité de Salvación Pública se empleó a fondo en eliminar cualquier posible amenaza para la Revolución. Más de 40.000 personas pasaron por la guillotina entre monárquicos, clérigos, federalistas, burgueses capitalistas o revolucionaros desafectos. Pero en la cumbre sólo había espacio para uno y Robespierre, apodado el Incorruptible, no estaba dispuesto a que nadie le hiciera sombra, ni siquiera en su propio partido. Primero acabó con la extrema izquierda, liderada por Hébert, y después se enfrentó a los llamados indulgentes, encabezados por Danton. Su antiguo compañero se había atrevido a criticar la sangrienta represión lanzada contra los disidentes. Robespierre, ya en el límite del delirio de grandeza, no dudó en lanzarlo al cadalso bajo la acusación de ser «enemigo de la República». Tras ver caer al amigo, ya nadie se siente a salvo. «La sangre de Danton te ahoga», le espetan al Incorruptible en una sesión de la asamblea cuatro meses después. Su cabeza sería la siguiente.
Eisenhower y Macarthur
Dos héroes de guerra con la misma ambición
«Probablemente nadie ha tenido discusiones tan duras con un superior como las que mantuvimos MacArthur y yo», reconocería Dwight Eisenhower ya aupado a la presidencia de los Estados Unidos. En los años 30, el joven Ike sirvió como asistente del veterano general en Washington y después en Filipinas. No soportaba su vanidad, su tendencia al drama y lo que entonces percibía como conductas «irracionales». Ya en la Segunda Guerra Mundial, MacArthur se dedicó a torpedear la labor del recién ascendido a general, probablemente porque recelaba de la estrella en alza de quien había sido su ayudante. Sendas victorias en Europa y el Pacífico Sur convirtieron a ambos en populares héroes de guerra y alimentaron sus ambiciones políticas, pero Eisenhower estaba mejor situado. Su experiencia al mando de las fuerzas aliadas y su papel protagonista en el desembarco de Normandía le hicieron aparecer ante el mundo como el artífice de la victoria sobre los nazis. El talento bélico de MacArthur también fue decisivo para aplastar a los japoneses en el Pacífico, pero su carrera política cayó víctima de su propio ego. Siendo comandante del Ejército aliado en la Guerra de Corea, se permitió la licencia de criticar abiertamente la política de la Administración Truman en la región. El presidente lo destituyó de forma fulminante. No se dio por vencido y en 1952 se postuló para la presidencia, pero cayó tan pronto que ni siquiera recibió atención de los medios. El Despacho Oval estaba preparado para su subalterno, que llegaría a ser uno de los presidentes más populares de la historia reciente.
Franco y el General Mola
La muerte del conspirador aupó al dictador
Durante la primavera de 1936 el general Emilio Mola se multiplicó para urdir la trama que desembocaría en la sublevación de una parte del Ejército español contra el Gobierno de la Segunda República que desembocó en la Guerra Civil. Cuando estaba a punto de cumplirse un año de contienda, un accidente de aviación lo borró del mapa y despejó el camino a su antiguo compañero en la Academia Militar de Zaragoza, Francisco Franco. Ríos de tinta han corrido sobre la posibilidad de que su muerte, como la del general Sanjurjo, no fueran accidentes. Ochenta años después no se han encontrado pruebas que sostengan tal acusación, pero no cabe duda de que la desaparición de dos de los cabecillas del llamado Alzamiento resultó providencial para el que había sido «el general más joven de Europa». Mola fue el cerebro de una conspiración que pretendía revisar profundamente la situación política, pero ni él ni el resto de generales sublevados se imaginaban que acabaría desembocando en una dictadura personalista y vitalicia. Impulsivo, atormentado y de ideas laicas, sus biógrafos lo retratan como lo opuesto a Franco, cauteloso, taimado y beato hasta la mojigatería. No llegaron a exhibir nunca sus discrepancias, pero mantuvieron una tensa relación que lindaba la rivalidad. Aunque Franco era más joven, ascendió más rápido en el escalafón y alcanzó antes los puestos que también ansiaba Mola. Cuando el autoproclamado Caudillo se instaló abiertamente en una posición de liderazgo del bando rebelde, relegó a un papel de mero segundón al que había sido considerado «director» de la conspiración. Su muerte evitó disputas posteriores.
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