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antonio paniagua
Domingo, 12 de marzo 2017, 08:12
La mayoría de ellas nació con la Ilustración, bajo el amparo de la Corona. Creadas con el fin de difundir el saber en los diversos campos del arte, las ciencias y el derecho, y poner la cultura al servicio de la monarquía y el Estado, ... las reales academias pugnan ahora por adaptarse a la modernidad. Con parcos presupuestos, que han menguado aún más con la crisis, estas instituciones arrastran la asignatura pendiente de abrirse a la sociedad. Sólo la Real Academia Española, que vela por el uso correcto y la preservación de la unidad del idioma, es la única cuya voz es escuchada por la ciudadanía. Prueba de ello es que su diccionario recibe al mes 70 millones de consultas.
Se agrupan en torno al Instituto de España, que aglutina a la Real Academia Española, la de Bellas Artes de San Fernando, Historia, Ciencias Exactas, Farmacia, Medicina, Jurisprudencia y Ciencias Morales. No pasan por su mejor momento. En 1994 se creó la más reciente, la de Ingeniería. Refugiadas en sus solemnes mansiones, el Gobierno se ha desentendido de su sostenimiento económico y desdeña su labor de asesoramiento.
Las reales academias tienen por misión perpetuar el patrimonio cultural recibido, estimular su crecimiento y darlo a conocer. Las dos primeras misiones se cumplen con mayor o menor fortuna. La tercera, contribuir a la difusión del conocimiento, es el punto débil de muchas. Si antaño representaban la cúspide del saber, ahora las academias tienen que hacerse un hueco ante la competencia de universidades, centros de investigación, fundaciones, revistas científicas, laboratorios de ideas... que tratan de influir en el debate público.
El problema es que la mayoría de ellas son muy desconocidas, y no sólo por la sociedad. «Lo hemos verificado al contactar con los parlamentarios. Pese a su nombre y prestigio, muchos ignoran su labor. Es necesario usar ese prestigio para transmitir el conocimiento a la sociedad», dice el presidente de la Real Academia Nacional de Farmacia, Mariano Esteban. Pocos saben, por ejemplo, que la Academia de Medicina alberga la segunda mejor biblioteca histórica de medicina, que la de Bellas Artes acoge uno de los mejores museos de España, con obras de Goya, Zurbarán y Murillo, o que la de Historia atesora espléndidos mapas, documentos y códices. Pero es que además las sedes de estos edificios son palacios de gran interés arquitectónico.
Desde la crisis económica, las academias pasan tiempos de penurias. El Ejecutivo redujo su aportación, principal sostén de estas entidades, y aunque el panorama ha mejorado, los recortes se han hecho irreversibles. El tijeretazo va desde un tercio a los dos tercios de su presupuesto. Por eso todas andan a la caza de patrocinadores, han creado fundaciones para ayudar al mantenimiento económico y alquilan sus salones para allegar fondos a sus diezmadas arcas. «Los problemas no se han resuelto, si acaso se han atenuado», dice José Antonio Escudero, presidente de la Real Academia de Jurisprudencia.
Los recortes han llegado para quedarse. Superados los nubarrones más temibles de la crisis, no está en el ánimo del Ministerio de Educación, del que dependen, resarcir a estas instituciones por los sacrificios sufridos. «En una apertura del curso académico, el anterior ministro, José Ignacio Wert, ya advirtió de que debíamos buscarnos nuestro propio futuro económico», subraya Joaquín Poch, presidente de la Real Academia Nacional de Medicina. Cualquier ahorro es bienvenido. La de Bellas Artes ha cambiado la iluminación de antaño por la tecnología led.
Es curioso que detrás de los rituales de las academias, preñados de pompa y solemnidad, se esconde una asfixia económica paralizante. La de Farmacia tuvo que reducir la plantilla para sobrevivir. Otras, pese a las raquíticas subvenciones, se esfuerzan por no reducir su programación cultural.
Llama la atención la avanzada edad de sus miembros, lo que las predispone a ser renuentes a los cambios. La longevidad de sus componentes está ligada al carácter vitalicio de la plaza y al hecho de que los académicos son elegidos en la madurez de sus carreras. Junto a la ancianidad, otra rémora que arrastran es la escasa presencia de mujeres.
Sólo una de estas organizaciones, la Academia de la Historia, está dirigida por una mujer, Carmen Iglesias. La organización que comanda Iglesias está aún lejos de gozar de la estima unánime y de cosechar el aplauso de los historiadores de todas las tendencias. «Necesitamos ampliar la difusión que tienen nuestros actos. Hemos instaurado el día de puertas abiertas, con el fin de que los ciudadanos conozcan la institución. Estamos publicando todos los ciclos de conferencias y pronto se podrá consultar el Diccionario Biográfico en línea», arguye Carmen Iglesias.
Inmersas en la era digital, las academias adolecen de cierto anquilosamiento y un retraso en la adaptación a los cambios sociales. «Nuestra academia nació en el siglo XIX, aunque tiene precedentes más antiguos. La estructura que tenemos no corresponde a los tiempos en que vivimos. En nuestra academia solo hay cinco mujeres de los 54 que somos. La presencia de mujeres crecerá, pero si no se hace algo específico lo hará a un ritmo muy lento», argumenta José Elguero, presidente de la Real Academia de Ciencias Exactas. Unas están más involucradas que otras en el compromiso de abrir la institución a las mujeres.
El máximo responsable de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, Juan Velarde, que en junio cumplirá 90 años, se da por satisfecho con el número actual. «Ahora tenemos tres o cuatro», apunta. En realidad, según la web de la institución, la presencia femenina en la entidad se reduce a la catedrática de Ética Adela Cortina y la jurista Araceli Mangas.
Frente a la ínfima presencia femenina, la concurrencia de la Iglesia católica no ha desaparecido. Antonio María Rouco es miembro de la Academia de Ciencias Morales y Políticas, mientras que el cardenal Antonio Cañizares lo es de la Academia de Historia.
Una vez al mes se reúnen todas ellas en el Instituto de España para debatir problemas comunes. Aparte del eterno problema de la financiación, las academias de humanidades se suelen quejar de que el Gobierno concede un mejor trato a las que tienen un carácter más científico. Para Elguero, se trata de un lamento infundado. «El saber científico es único», sentencia.
Sin edulcorar
Pese a las quejas, es incuestionable que la actividad de la RAE eclipsa la labor de todas las demás. Y eso que, como a todas, no le sobran los recursos.
Con todo, la lista de empresas y entidades que colaboran con la institución es larga. La edición digital de su diccionario vive un momento esplendoroso. «En 2016, las consultas en línea aumentaron en un 60% en relación con el año anterior. Tuvimos algo más de 800 millones de consultas, casi 70 millones al mes», apunta Darío Villanueva, director de la RAE.
El quehacer de la organización está sometido a un duro escrutinio. Cada cierto tiempo se enfrenta a campañas con el fin de que se retiren de su diccionario acepciones que se consideran ofensivas.
Para Villanueva, se trata de un empeño inútil. «Modificar artificialmente el lenguaje, además de contravenir todos los principios de la lingüística y en especial de la lexicografía, no cambia la sociedad ni elimina sus prejuicios o injusticias», asevera Villanueva, quien advierte que la obra no puede ni debe ser políticamente correcta. «Las palabras describen realidades, unas agradables y otras no tanto, y no se pueden edulcorar», añade.
Los presidentes de casi todas las academias se quejan del escaso eco que encuentran sus informes entre los representantes de los poderes públicos. «El Poder Judicial valora mucho nuestros dictámenes. Otras cosas es el poder político. En este sentido, la independencia de los académicos no es la mejor tarjeta de visita. Esa indiferencia es un error, porque nuestra capacidad prospectiva y visión de conjunto son muy altas», arguye Joaquín Poch.
Los documentos que han redactado los expertos de la Academia de Ciencias sobre el fracking, las vacunas y ciertos productos tóxicos y que luego ha remitido al Ejecutivo han caído en saco roto. Elguero expondrá de nuevo el problema a las autoridades, aunque sospecha que tienen un mínimo interés en rectificar su actitud.
Esa misma capacidad de adelantarse a los acontecimientos es reivindicada por Juan Velarde, de la Academia de Ciencias Morales. La organización fue de las pocas instituciones pioneras en denunciar la deficiente arquitectura de la banca antes de que estallara la crisis en el sector. «El ya fallecido José Ángel Sánchez Asiaín fue profeta al exponer antes que ningún otro el problema», aduce Velarde. Lo mismo ocurrió con el fenómeno de la corrupción o las disfunciones de la España de las autonomías.
Un pacto inaplazable
Las academias han hecho causa común para que los partidos suscriban un pacto de Estado por la educación, una cuestión que consideran «inaplazable» y «urgente». Un año después de impulsar la iniciativa, ya se ha creado en el Congreso una subcomisión para que llegue a buen puerto este deseo. Los presidentes de las Academias de Ciencias Morales y de Jurisprudencia son los más beligerantes en denunciar la desmembración del sistema. «Francia no permitió nunca semejante descentralización. Se deberían replantear las cosas, porque los sistema educativos están dando muy malos resultados», dice Juan Velarde, con respecto al traspaso de competencias educativas a las administraciones territoriales.
Esta visión, irreconciliable con los nacionalismos periféricos, ha hecho que algunas academias hayan mantenido agrios contenciosos con los nacionalismos vasco y catalán.
En el año 2000, la Academia de la Historia levantó ronchas cuando publicó un estudio en el que acusaba a las ikastolas de fomentar «el racismo y la exclusión de los lazos comunes». El informe, que se hizo analizando los libros de texto en las distintas comunidades autónomas, adolecía de una falta de rigor científico, según denunciaron algunos historiadores progresistas, que dicen no sentirse representados con la actual composición de la entidad.
La Unión Europea apuesta por conceder un mayor papel a las academias, aunque reforzando su vocación investigadora, lo que ya ocurre en Alemania. «Bruselas nos está pidiendo que entremos en esa dinámica, lo cual revitalizaría nuestra labor. De hecho, la nuestra, la de Bellas Artes, ha emprendido cuatro proyectos de este tipo, entre ellos un vocabulario de términos artísticos y la reconstrucción de los conventos de Atocha y de la Trinidad Calzada», dice Fernando de Terán, su director.
Sin necesidad de que hubiera un imperativo de la UE, los grandes investigadores del momento siempre estuvieron presentes en la Academia de Medicina. Ramón y Cajal, Gregorio Marañón y Jiménez Díaz son prueba de ello. El caso de Marañón es un raro ejemplo de competencia científica y saber humanístico. Así, perteneció nada menos que a cinco academias (Lengua, Historia, Bellas Artes, Medicina y Ciencias Exactas).
Las academias no son ajenas a la controversia. El Diccionario Biográfico Español, subvencionado por el Gobierno y elaborado por la Academia de la Historia, levantó una enorme polvareda debido a las acusaciones de parcialidad. No en balde, la biografía de Franco, de la que es autor Luis Suárez, rezumaba una afinidad con el dictador difícil de ocultar. Además, en los últimos tiempos, el que fuera rector de la Universidad Rey Juan Carlos, Fernando Suárez, causó baja en las academias de Historia y Jurisprudencia después de conocerse los plagios que presuntamente cometió.
Y aunque el presidente de la Academia de Ciencias Morales se vanaglorie del papel de la institución como avanzadilla en la lucha contra la corrupción, la trayectoria de alguno de sus miembros engrosan la crónica judicial. El académico Julio Segura, expresidente de la Comisión Nacional del Mercado de Valores (CNMV), está imputado por la salida de Bankia a Bolsa.
Un patrimonio de alto valor
Felipe V instituyó durante su reinado las Reales Academias Españolas, de Historia y de Bellas Artes. A mediados del siglo XIX, Isabel II creó las de Ciencias, de Ciencias Morales y Políticas y de Medicina. Como se ve, las tres primeras son humanísticas y las tres segundas científicas. A todas ellas, ubicadas en Madrid y consideradas nacionales, se agregaron las de Jurisprudencia y Legislación y la de Farmacia, que tienen un carácter profesional. Todas custodian un rico patrimonio inmaterial.
Si el orgullo de la RAE es su Diccionario, su Ortografía y su Gramática, la eal Academia de Bellas Artes se ufana de tener la Calcografía Nacional. «En Europa sólo hay tres calcografías del siglo XVIII fundadas como talleres de impresión de grabados reales. Seguimos teniendo los tórculos [prensas] del XVIII; aquí se siguen haciendo estampaciones, incluso de artistas actuales, que prefieren este lugar por su alta calidad. Conservamos 228 planchas de cobre grabadas por Goya a mano y de las que salió toda su producción gráfica, como los Caprichos, los Desastres de la guerra o la Tauromaquia», manifiesta Fernando de Terán.
El apego a la tradición tiene su cara y su cruz. Su fidelidad al pasado les permite preservar un legado valioso. Pero también están lastradas por normas de funcionamiento vetustas. «El problema que tenemos es que las estructuras con las que se crearon no corresponden a los tiempos en que vivimos», reconoce el presidente de la Academia de Ciencias Exactas. Una prueba de esa permanencia de vestigios del pasado es que en algunas entidades pervive el cargo de censor, aunque sus funciones poco tienen que ver con la reprobación y la mordaza.
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