¿Cuánto dura una guerra civil?
Juan Luis Fernández
Sábado, 22 de abril 2017, 08:36
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Juan Luis Fernández
Sábado, 22 de abril 2017, 08:36
Las fotos de los fusilamientos y de un pequeño exánime en la gélida primavera de 1918 en las calles de Támpere, ciudad industrial y universitaria ... situada entre lagos al norte de Helsinki, no estaban entre las menos impactantes que el Museo Vapriikki muestra para ilustrar lo que fue la guerra civil finlandesa. Historiadores locales y asistentes a una conferencia sobre la Europa de 1917-1919 (tuve ocasión de presentar una modesta ponencia, invitado por la Sociedad Histórica Finlandesa y la Universidad de Támpere) nos revelaron que todavía, un siglo después, las familias encuentran muy difícil hablar sobre la guerra civil, pues en sus genealogías se mezclan descendientes de los rojos, que querían convertir la recién independizada Finlandia en una república soviética a emulación de la vecina Rusia, y de los blancos, que con ayuda del Imperio Alemán se oponían a la revolución.
Para Finlandia, el centenario de su independencia de Rusia no es una alegría plena, sino al mismo tiempo el recuerdo de una tragedia. Sólo en Támpere, fallecieron más de 2.000 personas. Aquella guerra del primer semestre de 1918 la ganaron los blancos liderados por el general Mannerheim. Fue la primera señal de que al comunismo le costaría gobernar fuera de Rusia.
De nuevo con apoyo alemán, dos décadas después Finlandia hubo de luchar contra Stalin y sus deseos anexionistas. Logró salvar la independencia, pero perdió el territorio de Carelia (que había inspirado a Jean Sibelius la famosa suite orquestal), cerca de San Petersburgo. Una de las estudiantes que encontré en Támpere me contó que su familia siempre había vivido en Vyborg, pero que en las guerras con la URSS en los años 40 tuvo que abandonar la ciudad careliana y refugiarse en el interior de Finlandia. Vyborg es ruso desde entonces. Finlandia aún conserva la tradición culinaria: el Carelian pie es un pastelito delicioso, doy fe.
De vuelta a Cantabria, seguían coleando algunos comentarios sobre la retirada del monumento a las legiones mussolinianas en la Plaza de Italia, y del pedrusco sin gracia que recordaba similar participación de la División de Navarra en la conquista del Santander republicano por las tropas de Franco. Este verano, en agosto, se cumplirán 80 años de aquello. Mientras, Finlandia rememora con tristeza su propio fratricidio. Sus blancos y rojos son nuestros azules y rojos. Sus auxiliares alemanes o soviéticos son los nuestros también.
¿Cuánto dura en realidad una guerra civil? No me refiero meramente a las operaciones militares, sino a la profunda división mental de la que la guerra civil es a un tiempo consecuencia e intensificación. La animadversión causa la guerra; la guerra incrementa la animadversión. La lógica de esta espiral es un duelo de exterminio o aplastamiento, gane quien gane. Estamos viendo en Siria desde hace cinco años este mismo espíritu demoledor. Nadie aprende a desactivar la enemistad. Llamarnos burros es ofender al pobre burro. Somos un animal harto más peligroso.
En los últimos cien años de Europa, ha habido guerras civiles, bandos armados enfrentados y/o represión a mansalva de una parte de la población en todos los países excepto Bélgica, Holanda, Suiza, Dinamarca y Suecia. Excepciones que confirman una terrible regla.
Lo que nos ocurrió a los españoles, a los cántabros, hace 80 años, pues, no fue algo sin parangón, un desliz autóctono. Por el contrario, nuestras placas, monumentos y memorias históricas son sólo una parte del proceso general que vivió Europa como consecuencia del gran naufragio de su civilización en el verano de 1914. Los mussolinianos que vinieron a tomar Santander (le costó un juicio al joven corresponsal Indro Montanelli, por haber desmentido en su crónica el triunfal parte bélico ministerial sobre la conquista de la capital montañesa; fue absuelto, pero represaliado) procedían ideológicamente de una Italia destrozada por la Gran Guerra. Mussolini, demagogo exsocialista, había aprovechado el caos para implantar el fascismo. Peor aún: se había convertido en un ejemplo internacional.
Las guerras civiles recientes han tenido esencialmente dos motivos: o un combate entre revolucionarios y contrarrevolucionarios, o tensiones nacionalistas. En ambos casos, los odios cimentados por las atrocidades pueden pervivir durante generaciones. No basta el silencio de las armas; se necesita el sonido del perdón (pedido, concedido). El difícil perdón, como advertía Paul Ricoeur, filósofo, exprisionero de guerra de la Alemania nazi.
No sólo en Finlandia cuesta aún tocar el tema. También en España las dificultades de un examen desapasionado son notorias. Bajo la noción de memoria histórica se desarrolla frecuentemente un ejercicio imaginario de reversión con características de ritual mágico, pues no se puede cambiar la historia, sólo trasladar símbolos; pero los símbolos simbolizan lo que uno quiera, ya que todo signo se puede "resignificar", y así Auschwitz no se ha quitado, sino que se ha convertido en un instrumento pedagógico contra la barbarie. Reciclar es una manera inteligente de remover.
¿Por qué, excepto en unos pocos países, Europa produjo este desplome del estándar de civilidad, cuyo eco aún resuena en el Santander de 2017? A esto no se responde cavando en las cunetas, aunque se debe cavar humanitariamente, para la paz de los espíritus. No basta desenterrar la víctima si continúa enterrada la verdad histórica que la victimizó, y que se excava en el yacimiento de las ciencias humanas. En el fondo, la auténtica pregunta sobre la duración de las guerras civiles europeas es si queremos probar la verdad o sólo un helado de nuestro sabor favorito. Sería dramático que hubiera más heladeros que historiadores. Se nos helaría machadianamente el corazón.
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Ana del Castillo
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