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Ana de la robla
Lunes, 8 de mayo 2017, 07:52
En la Edad de Heian (794-1192) reinaba entre las élites japonesas la paz, el lujo y el ocio. Mientras la mayor parte de la ... sociedad se consumía por las hambrunas, las enfermedades y las catástrofes naturales, los nobles y los cortesanos se entregaban al ejercicio intensivo de la decadencia y la belleza. Este particular reducto, curiosamente no exento de tintes matriarcales, produjo una cantidad considerable de mujeres que tenían interés en la cultura y que escribían, hasta el punto de contabilizarse más escritoras que escritores.
Es un fenómeno único, en Japón y tal vez en el mundo. En la femenina intimidad cultivada al amparo de las puertas corredizas y los biombos, se gestaba una fertilísima creación, en especial poética, aunque también florecían los diarios íntimos (el género nikki, que en realidad no constituía una mera relación de sucesos cotidianos, sino una profunda observación del entorno inmediato y sus habitantes) y las novelas.
Murasaki Shikibu, embebida de este ambiente, alumbra una de las más delicadas y sagaces creaciones de la literatura universal; una peculiar novela que ha sido comparada con el Quijote de Cervantes, por más que naciera en una civilización bien distinta de la nuestra occidental: el Genji Monogatari o Relato de Genji, salido de la pluma de la escritora japonesa en torno al año 1005, que se cuenta a pesar de lo relativas que resultan siempre tales etiquetas entre las primeras novelas de autoría femenina de la Historia de la Literatura.
La conexión del Genji Monogatari con el Quijote cervantino le parecía a Borges de lo más clara. Salvando las distancias evidentes del entorno en que ambas novelas nacieron, la capacidad de penetración psicológica de ambos textos le asombraba. Ambos títulos marcan a su modo pautas fundamentales de la novela moderna y ambos comparten una apariencia estilística común, que es el ser una historia de historias.
Pero es que, por añadidura, ambos libros son mucho más que una mera enumeración de hechos: son sobre todo historias con personajes que no sólo actúan, sino que además son y sienten y piensan y se comportan conforme a su carácter, nunca descrito pero siempre sabiamente sugerido y presente.
La conciencia del tiempo, tan importante también en Cervantes, es esencial en el Genji Monogatari, y quizá sea esta una de las características más atractivas para el lector occidental. Precisamente este factor junto a la monumentalidad de la obra de la escritora japonesa, con cincuenta y cuatro capítulos y dos mil páginas de extensión dedicadas al retrato de un mundo aristocrático exquisito ha suscitado otra comparación, realizada esta vez por Marguerite Yourcenar (quien cifraba en Murasaki su escritora más admirada): la del Genji Monogatari con la proustiana En busca del tiempo perdido. Y es que la conciencia del tiempo es terriblemente aguda en la escritora japonesa: si para Proust el tiempo era la conciencia de la duración, para Murasaki, como para todos los budistas, el tiempo es una ilusión y la conciencia del tiempo es la conciencia de lo efímero.
Biografía desconocida
A pesar de que ya en su época fue reconocido su talento, muy escasos son los datos que perduran acerca de la vida de Murasaki Shikibu. Tal vez nació en el 975, tal vez murió en el 1014. Ni siquiera conocemos su auténtico nombre. Murasaki designa la tinta de una planta, la púrpura imperial, y el término "shikibu" no es un nombre ni un apellido, sino que indica las funciones ejercidas por el padre de la dama al cuidado del departamento de ritos en la corte.
En consecuencia, se ha traducido el apodo Murasaki Shikibu al español como Violeta de Protocolo. Dicen que su padre lamentaba que aquella niña tan inteligente no hubiese nacido varón: la eterna historia repetida. No obstante lo cual, el padre no impidió a la joven los viajes ni el estudio.
Ya en Kyoto, la vieja capital imperial, Murasaki contrajo matrimonio hacia el 998 con un descendiente de la poderosa familia de los Fujiwara, pero bien pronto una epidemia termina con la vida del esposo. La joven viuda se retira a vivir en soledad, durante cuatro años, mientras escucha las plegarias de los bonzos, quedando en ella la huella budista que se reflejará más tarde en su literatura.
A los veintinueve años Murasaki pasará a vivir en la corte como dama de compañía de la refinada emperatriz segunda Akiko, a la que en secreto mostraba textos en lengua china, de uso reservado a los varones. Murasaki convivirá con la que quizá puede considerarse su gran rival literaria, la aventurera Sei Shonagon, autora del Libro de la almohada, que era dama a su vez de la emperatriz primera, Sadako.
"Hermosa pero tímida, poco amiga de miradas ajenas, retraída, amante de las viejas historias, tan aficionada a la poesía que casi todo lo demás no cuenta para ella, y desdeñosa del mundo entero: he aquí la opinión desagradable que la gente tiene de mí. Y, sin embargo, cuando me conocen me consideran dulce y muy distinta de lo que les han hecho creer. Sé que la gente me tiene por una especie de proscrita, pero me he acostumbrado a ello y me repito para mis adentros: soy como soy". Así se describió a sí misma Murasaki en un pasaje de sus nikki o diarios.
No es difícil entender entonces el valor sobrenatural que otorgaba a la palabra: "el arte es un acto personal contra el olvido; la lucha contra la muerte, raíz de todo gran arte, lleva al novelista a escribir".
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