El Brexit ha sido una extraña manera de conmemorar en las riberas del Támesis el centenario de la batalla de las orillas del Somme. ... En torno a ese río del norte de Francia, una cruenta ofensiva enfrentó en el segundo semestre de 1916 a las fuerzas franco-británicas con las del Imperio Alemán. Más de 200.000 militares de la British Expeditionary Force murieron, y otros tantos quedaron heridos. Como si de repente desapareciésemos todos los santanderinos de la faz de la tierra y el resto de Cantabria tuviera que buscarse una silla de ruedas.
Hace cien años, los británicos daban su vida por Europa; ahora quieren erigir un muro en ese canal que ellos denominan English Channel, los franceses La Manche y nosotros Canal de la Mancha, ignorando cervantinamente que en francés manche significa manga. Tiene su puño o parte más estrecha en el Paso de Calais: el punto más delicado del Muro de la Mancha que la señora May quiere erigir en junio con unas elecciones anticipadas.
Aunque en general los historiadores reprochan a Berlín y Viena la política exterior agresiva que desencadenó la Primera Guerra Mundial, no han sido pocos (incluidos algunos británicos) los que consideran que fue la ambigüedad de Londres lo que causó la contienda, por no haber disuadido a tiempo a alemanes y austro-húngaros en julio de 1914. Solo cuando el ejército de káiser Guillermo II invadió la neutral Bélgica se animó el gabinete liberal de Asquith a declarar la guerra a la gran potencia germánica.
Pero hay otro reproche muy distinto a este de no haber intervenido oportunamente en la querella diplomática: el de haber intervenido inoportunamente en la guerra, cuando ésta era imparable. Esta es la posición, por ejemplo, de Niall Ferguson en The pity of war (Una lástima de guerra), donde argumenta que no habría ocurrido gran cosa para el Imperio Británico si se hubiera permitido a Alemania subordinar a Francia y poner las pilas a Rusia.
A estos argumentos contrafactuales (el qué habría pasado si) bien se puede objetar que Gran Bretaña ya no era una isla geopolítica entonces. Y no lo es ahora. A pesar del quijotismo inglés que piensa gestionar la globalización como cuando la libra esterlina era la divisa reina y lo presumía hasta el padre de los niños de Mary Poppins, lo cierto es que el dilema británico no es resoluble. Si entra en alianzas continentales debe ceder autonomía de acción a entidades donde Alemania tiene mucho que decir; y si no entra, fortalece directamente la posición de Alemania, al dejar bajo su liderazgo una Europa más pequeña. Entre el imperial deseo de aislarse y la imperiosa necesidad de integrarse, la sociedad británica duda, como Hamlet, entre soportar con dignidad los dardos de la adversa fortuna (remain) o arremeter contra el piélago de calamidades para, luchando, darles fin (leave). Con el Brexit ha desaparecido la frágil síntesis de Keynes y los internacionalistas de Cambridge: europeísmo inglés y doma del capitalismo.
Si Italia y España formasen un solo reino mediterráneo sería un país latino de 100 millones de habitantes, en Europa solo a la zaga de Rusia. Pero esta posibilidad desapareció en el siglo XVIII. Desde entonces, en la diplomacia europea los cinco problemas mayores que hay que gestionar son Francia, Alemania, Rusia, Gran Bretaña y Turquía. Todos los demás miramos y damos tabaco a estos jugadores, que pasan por variados ciclos de testosterona.
La Unión Europea nació para prevenirse de un imperio ruso que tenía tropas en el Elba y el Danubio. La entrada británica en 1973 reforzó la operación, completada luego con el ingreso de los mediterráneos faltantes. Pero en ese momento la URSS se desfondó. De su vacío emergieron una Alemania reunificada más poderosa, y una proliferación de países ex comunistas pequeños y/o inmaduros, sujetos a la influencia alemana. Tal escenario reforzaba dentro de la UE la misión del Reino Unido. Pero ha dimitido de la responsabilidad.
El Muro de la Mancha supondrá paradójicamente que los británicos, temerosos de Alemania, la habrán hecho aún más temible, al tiempo que debilitan a su socio natural del último siglo, Francia. Es esta, también ansiosa ante Berlín, la que vive su propio reflujo nostálgico con Marine Le Pen. Esta Alemania, desde luego, no es aquella: hoy es democrática, liberal, humanista, solidaria y mantiene un ejército discreto. Sin embargo, ha creado como dice Ulrich Beck un imperio accidental y podría verse afectada por sus propios fantasmas nacionales. Una y otra vez nos lo advierte su filósofo más universal, Jürgen Habermas.
Es de algún modo insólito que estemos celebrando un evento ecuménico como el Año Jubilar Lebaniego sin abordar el verdadero Camino europeo: articular la energía espiritual del peregrinaje en un proyecto de civilización. La quijotesca fuga británica al mundo de Palmerín de Inglaterra nos plantea la necesidad de realizar nuestra parte cántabra de reflexión sobre la visión europea de España y la española de Europa. Si no lo hacemos, pronto el único género a nuestro alcance será el de Beato de Liébana: los comentarios al apocalipsis.
Toda la sociedad de Cantabria se verá afectada por la manera de ejecutar el Brexit y por el tipo de UE que se desarrollará como respuesta a mudanza tan relevante. Ambas cosas son aún incógnitas: también para nuestro Parlamento autonómico, que no las ha estudiado aún.
Con Ortega y Gasset, durante un siglo hemos creído que España era el problema y Europa la solución. Con el Brexit, los papeles se invierten: Europa es el problema y España, parte de la solución. Tuvimos por meta ser Europa; ahora toca hacerla. Esto debe entrar en la conversación local, porque Laredo no es menos Europa que Lieja, y en breve lo será más que York.
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