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Javier Menéndez Llamazares
Jueves, 1 de junio 2017, 23:05
Si al Gabriel García Márquez que en 1966 vivía del aire le hubieran contado que en el futuro su rostro estaría en los billetes de cincuenta mil pesos colombianos, probablemente ni siquiera le habría dado la risa. Por entonces estaba tan absorto con la creación ... de una obra maestra que ni siquiera podía ver la situación límite a la que había arrastrado a su propia familia. Como los bohemios del siglo anterior, se diría que poco le importaba fuera del arte puro. De hecho, su fotografía más famosa, en la que aparece con su libro en la cabeza, va mucho más allá de lo metafórico, invirtiendo el sentido figurado en literal.
Cierto que en su gesto no se trasluce demasiada felicidad, sino más bien un gesto de fastidio, el hastío de quien está haciendo algo que no desea, del escritor que no disfruta con las pleitesías que el mercado impone; cuentan quienes le conocían que García Márquez era tremendamente retraído, y una timidez casi insuperable le llevaría a huir como de la peste de los compromisos promocionales y protocolarios. Evitaba cuanto podía las conferencias y actos públicos, y cuando no podía evitarlos se le notaba incómodo en el estrado, como peleado con el micrófono, incapaz de dar ritmo a los discursos que invariablemente leía, para no acabar traicionado por los nervios.
Luego llegaría el éxito universal, y el mundo entero se enamoraría de él, y los desconocidos le llamarían Gabo o Gabito, como si esa cercanía de los apelativos les permitiera acercarse a un autor al que los lectores adivinaban entrañable, por más que se trabase en intervenciones públicas, atascándose en sus propias palabras.
Pero esa actitud esquiva hacia la fama forma parte de su encanto. ¿Cómo no idolatrar a un tipo capaz de escribir «La atmósfera era tan húmeda que los peces hubieran podido entrar por las puertas y salir por las ventanas, navegando en el aire de los aposentos»? Ya no sólo se trata de ponderar el valor de reinventar la literatura fundacional y fabricarse a medida su propio diluvio; es su manera de convertir en mágico cualquier pasaje con su especial manera de narrar, emparentada a partes iguales con la poesía y con el lenguaje popular que empapa la tradición oral. Poco importa que tuviera que trasponerla al texto escrito: su literatura consigue capturar la esencia de una manera universal de contar, de explicar el mundo. Un mundo que había recorrido en su juventud, para descubrir como contó en sus crónicas periodísticas que toda Europa habla castellano. Lo que pasa es que los portugueses lo hablan con la boca cerrada, los franceses estirando mucho los labios y los italianos cantando. En cambio, los nórdicos hablan un español muy malo, que a duras penas se entiende; de ahí que nos haga falta castellanizarlo un poco. Así, acabaría por demostrar que bajo el babel de idiomas subyace un lenguaje común: el de las historias que contamos y que necesitamos como alimento espiritual.
García Márquez odiaba Cien años de soledad. La novela más idolatrada de la literatura en español de los últimos cincuenta años. La obra que le catapultó a la fama. Su pasaporte a la inmortalidad. Pero también, el libro que cambió su vida «Desde entonces mi vida ya no es la misma. No soy una persona normal. La gente se te acerca y nunca sabes sus intenciones... Asimilar un éxito tan desmedido es tarea de héroes, y yo no soy ningún héroe, soy una persona bastante débil».
Se lo contaría en 1992 al escritor Tomás García Yebra, en una de esas entrevistas que tanto detestaba, y que sólo concedía por respeto a un oficio que había sido el suyo el periodismo.
La revolución
Existe una conexión casi umbilical entre todas las artes, invisible pero evidente, que a través de sus analogías permite rastrear la esencia que comparten, que no es sino la expresión del género humano, matizada por el tiempo y el espacio, pero sobre todo por la sociedad en que se produce. Lo que vivieron las artes plásticas y la poesía en el periodo de entreguerras, la tabla rasa del dadaísmo y la renovación de las vanguardias se produciría, mutatis mutandis, medio siglo más tarde en la música popular, hasta entonces adocenada por la dictadura de la industria discográfica y sus jugosos dividendos: la eclosión del punk la removería desde los cimientos y propiciaría una nueva forma de forma de entender la música, más basada en la voluntad expresiva que en el virtuosismo técnico, y más preocupada por el propio hecho artístico que por las listas de ventas.
En los años sesenta, a la juventud de todo el planeta le alcanzó la fiebre revolucionaria, y la literatura no estaba preparada. La vieja guardia del izquierdismo estaba demasiado anclada en el pasado, y los nuevos aires soplaban libertarios, lejos de los supuestos paraísos proletarios. Las secuelas de las guerras, de las grandes y de las menos grandes, habían producido una bifurcación entre los que abrazaban un realismo de vocación crítica y quienes abrazaban la experimentación como único compromiso. Pero el mundo estaba cambiando, y por primera vez se contaba en directo y para todo el planeta. Y cuanto más se globalizaba, más valor universal cobraba lo particular. Mientras sesudos especialistas debatían sobre la crisis de la novela, sólo algunos autores sabrían verlo a tiempo, desbancando las tramas pretenciosas y los personajes elitistas para empezar a contar un mundo complejo a partir de los materiales más sencillos. Un mundo en el que lo insólito es cotidiano y la normalidad no existe. Esa revolución en la narrativa la protagonizarían autores como García Márquez, y su celebérrima Cien años de soledad sería la punta de lanza de una nueva sensibilidad.
El propio autor desvelaría que, lejos de las sesudas interpretaciones de los críticos, tan sólo era una obra «escrita con todos los trucos de la vida y con todos los trucos del oficio». Tanto y tan poco.
Cambiar el mundo
¿Qué pretendía García Márquez cuando escribió Cien años de soledad? ¿Qué espera un escritor de sus novelas? Desde luego que mucho más importante que los cuarenta millones de ejemplares vendidos en otras tantas lenguas de todo el planeta es la enorme influencia que ha ejercido no sólo en la literatura posterior, sino en la cultura y en la sociedad en general. Como las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia, sus palabras han cautivado a otros creadores, que sin Macondo tal vez no habrían podido moldear su propio mundo.
La literatura es una cadena invisible, y si Juan Rulfo y Faulkner cambiaron la forma de escribir de Gacía Márquez, autores de coordenadas tan lejanas como Salman Rushdie reconocerían una deuda con su creación: «somos de la misma familia, la del realismo mágico», afirmaría. El nobel chino Mo Yan leyó una veintena de veces Cien años de soledad antes de depurar su propia manera de acercarse a la infancia y la historia familiar desde dos planos sucesivos, primero el realista y luego desde la imaginación.
Pero la novela acabaría trascendiendo a la propia literatura, y grandes mandatarios internacionales, como Francois Mitterrand la citarían en sus discursos y no cesó hasta que aceptó su invitación al palacio presidencial parisino. Con Fidel Castro la relación sería mucho más estrecha, aunque «cuando estamos juntos sólo hablamos de literatura», aseguraría Gabo.
La verdadera magia, en cambio, llegaría en 2006 cuando al alcalde de Aracataca se le ocurrió convocar un referéndum para cambiar el nombre del pueblo por el de Macondo. La realidad transformándose en ficción. Es difícil llegar más lejos. Los ciudadanos, sabiamente, optaron por dar al César lo que es del César y Macondo a García Márquez, rechazando el cambio y demostrando que, por mucho que a veces pueda cruzar fronteras, lo mágico siempre será territorio novelesco. La realidad es otra cosa. Aunque existan billetes con la cara de Gabo.
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