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Javier Menéndez Llamazares
Jueves, 8 de junio 2017, 23:33
Que Berna González Harbour practica un prosa intensa y eficaz lo sabíamos ya de sobra. Que posee un talento especial para buscar el recoveco exacto por donde entrever el trasfondo oscuro de la más armónica apariencia nos lo había demostrado en sus tres novelas anteriores. ... Pero que además puede presumir de un arsenal de recursos de escritor esos «trucos de la vida y trucos del oficio» con que, por ejemplo, García Márquez edificara su literatura queda en evidencia desde la primera página de su último libro.
Baste el detalle de cómo se enfrenta la autora a la página en blanco, una lucha cotidiana para cualquier escritor, pero que González Harbour consigue imbricar en la trama, en un guiño casi imperceptible para cualquier lector apresurado. Y es que la novela no arranca presentándonos a una vieja conocida, como sería de esperar, sino relatando un crimen a medio camino entre lo tétrico y lo cómico, un parricidio con una punta de lomo convenientemente adobada con matarratas que, según hemos de creer, sería lo más excitante que habría pasado en el nuevo destino de la comisaria Ruiz desde los años cincuenta. El recurso no está en el crimen, ni en la escena, sino en el nombre de la presunta asesina: Nieves Buscapié. Un apellido en el que tal vez el lector no reparase, pero que si acude al diccionario de la Real Academia descubrirá que se trata de una «Especie que se suelta en conversación o por escrito para dar a alguien motivos de charla o para rastrear y poner en claro algo». Se trataría, mutatis mutandis, la trasposición a la narrativa del MacGuffin cinematográfico. Un hallazgo para paladares exquisitos.
Claro que, más allá de la anécdota, en esta tercera entrega de la saga de la comisaria Ruiz el lector encontrará enseguida los ingredientes deseados: crímenes truculentos, falta de pistas, personajes poderosos y el carácter endiabladamente cautivador de su protagonista, en continua guerra contra el mundo. O el mundo contra ella, porque la autora quiere dibujárnosla en pleno ostracismo, destinada a Soria como quien termina en un batallón de castigo. La llamada de un viejo amigo la llevará de nuevo a Santander, donde una joven británica aparece muerta en el maletero de un coche abandonado. Un reto que Ruiz no dejará pasar, y que la llevará a revolver los bajos fondos de la prostitución y los clubes nocturnos de la ciudad.
Más recursos: para mayor gloria de la serie, González Harbour dedica algunos capítulos a apuntalar a su personaje. Y elige la vía indirecta: mediante una conversación de subordinados va abriendo interrogantes sobre los motivos por los que María Ruiz abandonara años atrás la psicología policial para centrarse en la investigación de homicidios.
Pese a la crudeza de la serie, el humor va ganando terreno. Un humor que despunta en los diálogos o en algunas de las situaciones que plantea la autora cuando, por ejemplo, debe prescindir de su pinta de policía para acudir de incógnito a un antro, el Camelia, y escoge un vestido «que tenía más escote del que merecía este invierno severo del norte, y del que le había aconsejado el neumólogo», o las desternillantes conversaciones con Juana, una prostituta caribeña propensa a elaborar sus propias teorías sobre casi todo, que más que buscar la carcajada propicia esa conexión luminosa de quien celebra los destellos con que salpica el texto. La ironía es su forma preferida, generalmente jugando con la polisemia, los juegos de palabras, los sobreentendidos o incluso el capricho con que nombra a los personajes de ficción: «Era insistente Rodrigo Tesón». En ocasiones, el deje con poso crítico de su personaje principal Ruiz lo pone todo en cuestión, constantemente parece contagiar a la voz narradora, como cuando habla del sofá-cama-imposible-de cerrar.
Escenarios
Otro de los puntos fuertes de la serie de la comisaria Ruiz radica en la cuidadosa elección de escenarios, a los que casi apetecería llamar localizaciones. El recorrido que propone González Harbour se entretiene en algunos hitos que, si para el lector que no conoce la ciudad pueden hacer las veces de improvisada guía, para quien esté familiarizado con el paisaje supone un delicioso repaso de la geografía sentimental de la urbe, que le permite incluso comparar mitologías. El edificio Siboney, por ejemplo, es descrito en uno de los capítulos centrales desde una perspectiva que podríamos llamar sociográfica: «era un clásico de la clase acomodada en Santander. Situado en pleno paseo marítimo, simulaba las formas y estructura de un barco, y alguien le había explicado que alojaba a empresarios y gente relacionada con la actividad portuaria de la ciudad». No olvidemos que, más allá de los hechos luctuosos, la novela negra sirve desde hace un siglo como vehículo incomparable para la crítica social. También el escenario acaba invadiendo no ya la trama, sino incluso el lenguaje la voz narradora habla de cuestas «pindias» o el dramatis personae uno de los compañeros de María se apellida Limorti, como el pintor santanderino.
Muy grato al lector resulta también el ritmo conseguido, y sostenido, del relato, que se fundamenta no sólo en la profusión de diálogos, en su gran mayoría chispeantes, sino también en la división en capítulos breves, la mayoría de alrededor de mil palabras o incluso menos, que al irse devorando dotan a la lectura de una frenética sensación de velocidad. Además, existe una mecánica interna dentro de cada capítulo, con un ritmo in crescendo: habitualmente el inicio, además de enlazar con la trama previa, concentra las reflexiones, descripciones, etc., para lanzarse después a la acción, cuanto más trepidante mejor. Para el cierre de los capítulos, el relato va tan lanzado que los diálogos, citas o pensamientos se intercalan en la voz narradora, entre comillas tipográficas.
Los guiños literarios son de nuevo una constante: un comisario que se llama Carlos Fuentes, el forense Carballo a falta de una hache, un homenaje a Alan Moore en el disfraz de una estudiante e otro a Hergé con Hernández y Fernández. Hasta Garbancito es citado en un pasaje. Pero también hay referencias tecnológicas que remiten al presente más inmediato, con el wasap como medio de comunicación más inmediato, el Skype como recurso de las prostitutas para acortar la distancia emocional con sus familias al otro lado del mar, la Wikipedia como fuente de información o los blablacars como medio de transporte para algunos personajes. También sorprende, por inusual, el uso de las marcas comerciales que realiza la autora, que en cierto modo sirven para ubicar a los personajes sus coordenadas sociales y culturales: desde Quechua hasta Armani, desde los Rover hasta el Lexatín, ninguna elección parece ser fruto de la casualidad.
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