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Olga Agüero
Jueves, 8 de junio 2017, 23:33
Esta semana el partido Ciudadanos ha pedido una ley para proteger a los funcionarios cántabros que denuncien corrupción. La iniciativa causa cierta perplejidad ... cuando, precisamente, esta formación política sostiene en Madrid un gobierno con el enésimo caso aislado limitándose ocasionalmente a cobrarse alguna pieza menor que tolera una descarada e impropia contaminación entre los poderes Ejecutivo y Judicial.
De igual modo, en Cantabria han reemplazado como socio del Ejecutivo a Podemos, que no tragó con las irregularidades de Sodercan detectadas por los informes de Intervención. Resulta paradójico que ahora se demande una ley que proteja al funcionario que denuncia, cuando aquí al mismo tiempo no damos crédito ni investigamos la denuncia del interventor general.
Conviene descifrar, por tanto, de quién quieren proteger a los empleados públicos. Aquel iniciático impulso vital del partido naranja, que venía a regenerar la democracia, ahora se ha enredado un poco. Porque, en el momento de reivindicar esta propuesta anticorrupción, dos de sus propios mentores diputado Carrancio y concejal González son víctimas de una investigación interna por la presunta falsificación de un acta presentada como prueba ante un juzgado. Hasta que se disipen las dudas no parece apropiado formular una propuesta de este cariz. Temprano se contagia el hábito de que nada cause sonrojo.
La cuestión es quién nos protege de los que dicen que vienen a protegernos de la corrupción. El trabalenguas se desenreda con facilidad: con qué afán los empleados públicos van a denunciar infracciones y corruptelas cuando los gobiernos y los partidos políticos las pasan por alto y los propios ciudadanos las indultan en las urnas.
Se acaba de nombrar nueva presidenta de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional a una magistrada recusada, por sus propios compañeros, del juicio Gürtel por su vinculación al Partido Popular. Casualmente, entre sus competencias recaen las grandes causas de corrupción y de delincuencia económica. No cambian los malos hábitos, en todo caso cambian a los jueces. Todos somos iguales ante la ley, pero no ante los encargados de aplicarla.
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