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No lo pude resistir. Ya sé que estos días hasta llueve, pero en la mañana del pasado sábado lo pasé mal con esa ola de ... calor que nos permite a los cantábricos compadecernos del resto de los españoles y sentirnos privilegiados de disfrutar de un clima que no agobia. Pero el sábado tuve que recurrir al regalo que hace años me hizo mi amiga Conchita Vidiella y saqué el abanico para menearlo con brío. Es un abanico pequeño y discreto, de caballero. Aliviado con el movimiento del aire, me sorprendí al comprobar cómo un invento tan simple puede ser tan eficaz. Antiguo y extendido por todas las culturas, el abanico no sólo es un instrumento que ventila. En la antigua China denotaba autoridad y se utilizaba para el saludo. En la Grecia clásica las sacerdotisas refrescaban los alimentos de los dioses con grandes abanicos de plumas y existía el oficio de abanicar que en la Roma imperial ejercitaban esclavos y eunucos para mitigar el calor de los patricios. En la Edad Media se utilizaba en los círculos cortesanos. También en la América precolombina fue símbolo de distinción. Moctezuma le regaló a Hernán Cortés abanicos de plumas y los incas se los ofrecían a los dioses. Los portugueses trajeron de China el abanico plegable y la nobleza francesa lo puso de moda para el lenguaje del cortejo y la coquetería, de tal manera que se convirtió en pieza imprescindible en el atavío de una dama. Hasta que llegaron los revolucionarios de la guillotina y como buenos progresistas lo ignoraron y despreciaron como símbolo decadente.

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