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Lo del covid no ha afectado al verano en Santander que, como ustedes saben, nunca se puede olvidar. En la ilustre capital, abundan las anécdotas del bañador y las sandalias a remojo del turista, cariacontecido por el calabobos, y de rebequita al atardecer porque refresca ... . El invierno largo, apenas enfrentado por un deshielo discreto, dibuja en la mente del autóctono los sueños de un verano imposible. «Ay, dicen los de aquí, habrá que esperar a septiembre que, últimamente, siempre hace bueno». Consuelo del optimista.
La pandemia cambia las tornas también en nuestra comunidad, destino vacacional de primer orden para todos aquellos que pensaron, quizás con acierto, que el sur de la península estaría abarrotado como la plaza del Dúo Sacapuntas. Santander, con su perfil de localidad burguesa, ajena al entusiasmo, aparece como un oasis para quienes anhelan unas vacaciones sin los deportes de altura de Magaluf o la querencia guiri por el vino del país. Cuando la normalidad no exigía mascarillas y distancia, lo de aquí era el periódico por la mañana, el paseo y el aperitivo en el Suizo o en el Lisboa. Un par de blancos (no había llegado aún la moda del vermú), alguna tapita (¿se acuerdan del arroz del Zorba?) y para casa, que hay que comer pronto para echar la siesta.
Oiga, ¿y la playa? Hombre, la playa era un acontecimiento excepcional, para cuando la cosa no estaba brumosa y pesada. La Segunda y los Peligros, nada de explorar mucho más lejos. Uno veía entonces a los pocos turistas, contados y reconocibles, acostumbrarse con cierta extrañeza al contacto con la arena y el salitre. «Esos deben de ser de Burgos o de Palencia». Mi padre, vallisoletano él, callaba ante la impertinencia local. Sabía que era cierto.
Las tardes de Santander eran fértiles en alguna que otra actuación musical o en aquel festival de la Porticada, más tarde trasladado a un palacio. Todo parecía más lento entonces y el consumo, más inocente y laxo, porque la ciudad era un espacio recogido; casi un secreto para los demás españoles, que, ya entonces, echaban carreras de madrugada para depositar sus toallas y sombrillas en la primera línea de cualquier playa mediterránea.
Pero, desgraciadamente, esta Santander abierta al personal asume los comportamientos del mundo, que ya es una sola aldea, dicen, habitada por orgullosos consumidores de tiempo y espacios. Este verano en Santander, vigilado por las nubes titánicas, acogió a muchísima gente que caminaba por las calles centrales de la ciudad como por una manifestación. Pero, no hagan caso, luego, en invierno, taciturnos bajo la lluvia, echaremos de menos el bullicio y el jolgorio en las terrazas sin foráneos.
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