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La situación es asimétrica. El lobo es defendido por los abogados del Estado; la oveja no tiene ni abogado de oficio.
El cuento de Perrault sobre 'Caperucita Roja', primero de la tradición literaria, acaba mal: se mete en la cama con el lobo y acaba ... devorada. Era un aviso a las mozas del Barroco contra los malos encuentros. Los alemanes, como los Hermanos Grimm, sentimentales del final feliz, añadieron lo del cazador y el leñador, para cargarse al canis lupus antes de que la niña (no ya joven doncella) fuese deglutida. Luego, se daba ese episodio tan inverosímil de que, abierta la barriga de la fiera, la abuelita era recobrada con vida. Sabemos de buena tinta que tal cosa es fantástica, porque vemos día sí y día también en El Diario Montañés fotos de ovejas, potros y demás víctimas degolladas. La abuelita tenía menos opciones en su casita que en Azovstal.
Siento de veras el daño económico que se les causa a nuestros ganaderos y la zozobra que sufren por culpa del tándem que forman los talibanes de boletín y los pasotas de la patria, y si puedo ayudar en algo, que me lo digan, pero de algún modo el ganadero sigue ahí para ver otro amanecer. Sin embargo, el potro o la oveja han perdido la vida. Si hubieran ido al matadero, por las leyes de protección animal tendrían derecho a no sufrir, a ser aturdidos. Pero como solo los protege el Gobierno de España, ese derecho ya no está vigente, porque prevalece el del lobo a aterrorizarlos y destriparlos vivos. Y no estoy de acuerdo con ese principio filosófico-jurídico. La vida del lobo no vale más que la del potro. El hecho de que pueda estar en riesgo de extinción no es razón suficiente. También el virus de la viruela se está extinguiendo, y a buena hora. ¿Biodiversidad? Que se acoten parques nacionales, reservas; que se controlen las poblaciones y se hagan genéticamente viables. Y por toda España: no es «¿ibérico?». Pues a Iberia. Claro, eso da más trabajo que aprobar una cencerrada y traer de cabeza al prójimo boreal.
La hiperprotección del lobo, es decir, su no regulación en cantidades que permitan la convivencia manejable entre naturaleza y sociedad, es una barbaridad. Para las gentes del campo, pero, en primer lugar, y quiero defenderlas, para las criaturas que se quedan a merced de este depredador: perros, caballos, ovino y lo que se les cruce. A medida que los lobos se envalentonen y aprendan (pues los seres vivos aprenden rápido), acabarán en incidentes con seres humanos, personas solas o vulnerables... Hay otros animales silvestres que tampoco están siendo bien gestionados: buitres que atacan a vacas y terneros; jabalíes que hacen lo que les da la gana incluso en zonas muy próximas a la costa y a carreteras; un jabalí puede mandar a una persona al más allá en medio minuto. Todo ese descontrol es resultado de malas políticas. Así que es necesario que los políticos vean las orejas al lobo. No hay otra. Seguro que Inés Arrimadas ya las ha visto.
Ofenden en esta situación muchas insolidaridades cruzadas. De la ciudad con el campo; del sur y el este de España con el norte del Duero; insolidaridad con el currante contribuyente, cuyos impuestos van, no a contratar otro médico de familia, sino a indemnizar por los daños causados por un lobo que no tenía que estar ahí, alentado por un ministro que tampoco tenía que estar ahí.
Naturalmente no es agradable controlar esas poblaciones, y nadie propone su exterminio (de momento, porque los 'lupófilos' les van a hacer el flaco favor de convertirlas en una especie odiada, como en tiempos de Perrault: el gobierno socialista de Suecia ya tiene planes para ejecutar a la mitad de sus 400 lobos). Lo mejor sería anestesiarlas y soltarlas en los jardines de La Moncloa, o en esas comunidades mediterráneas cuyos diputados votan tan alegremente para que se fastidien los gallegos, asturianos, castellanos y cántabros. Cuando devoren unos cuantos caballos en Andalucía o algunos gorrinos jamoneros en Extremadura, a ver qué pasa.
Pero lo peor de todo es el desprecio a las vidas de los animales domésticos, como si fueran seres de segunda categoría, menos que microbios. Como si el hecho de haber sido criados por nosotros les restase méritos morales. ¿Por qué, entonces, hay normas de bienestar animal? La hipocresía de la biodemagogia es suprema. ¿No habrá ni un mal abogado de oficio para doña Oveja, frente a todos esos abogados del Estado que muerde?
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