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Hace aproximadamente un mes, el abuelo paterno de mi amigo J. falleció en Pasajes (Guipúzcoa), a los cien años. El hombre, también llamado J., fue una persona fundamental en la vida de mi amigo; acaso, la más importante a la hora de definir su comprensión ... del mundo y de forjar su carácter resolutivo y vital. En nuestras conversaciones, ha surgido, a menudo, la figura humilde y gigante de este riojano que, desde niño, habitó un tiempo y un territorio marcados por la fragilidad de las cosas y la amenaza de la absoluta destrucción. Dictaduras, contiendas civiles, precariedad y terrorismo. Cuando superaba ya los noventa años, alguna vez le dije a mi amigo que, pasara lo que pasara, su abuelo «ya había ganado». Cualquier giro que te reserve la vida carece de importancia cuando alcanzas la edad de los patriarcas.
Quizás, sea precisamente esta venerable conquista del tiempo la que nos ata a nuestros abuelos. Por lo general, ellos (y, por supuesto, ellas) más que hacer la historia, la padecen. Sobre todo, en España. El abuelo de J. emigró muy pronto (y a pie) desde su pueblo natal, Rodezno, al País Vasco, donde se casó con Gracia, una granadina a la que nunca se le borró el acento. Trabajó en los oficios más diversos, formó una familia y tuvo la fortuna de envejecer rodeado del cariño de los suyos. Últimamente, además, pudo conocer a sus bisnietos. Una vida, en definitiva, cumplida con creces.
El teólogo alemán Eugen Drewermann sostiene que «el hecho de la muerte puede ser relativamente poco importante si se ha llevado una vida plena».
Si resulta aventurado comparar el tiempo que les tocó vivir a nuestros abuelos con este presente convulso, aún más polémico resulta establecer paralelismos entre generaciones. Nosotros tenemos a Putin y al covid, pero ellos tuvieron a Hitler, a Stalin, a Mussolini y a Franco. Sin embargo, da la impresión de que aquella capacidad de resistencia se enraizaba de un modo más orgánico; que la realidad se sostenía sobre un contexto en el que la muerte importaba como un acontecimiento familiar.
No se trata de aguar esta fiesta contemporánea, pródiga en avances digitales y comunicación descocada. El peso del ser humano, la dignidad que no se limita al supuesto triunfo sobre los otros, fue siempre la vacuna mejor contra el adanismo. Quienes hicieron la guerra, por ejemplo, no suelen hablar con pasión de aquel episodio fratricida. A sus cien años, el abuelo de J. -en realidad, pienso, todos los abuelos- desconfiaba de las banderas. Desde luego, había tenido tiempo de experimentar sus peores efectos: la conversión de la comunidad en campo de batalla.
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