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Queridos fieles de la diócesis de Santander. En este momento de confusión, preocupación y hasta miedo que estamos viviendo debido a los estragos que produce ... entre nosotros la pandemia del coronavirus hemos de aprender a transformar las dificultades en oportunidades.
Cuando tenemos muy vivo el sentido de nuestra propia fragilidad y vulnerabilidad, pongamos nuestra confianza y nuestra vida en las manos de Dios, que no es ajeno a nada de cuanto nos pasa. Digamos con el salmista: «En tus manos están mis azares» (Sal 35,15) y recobraremos la esperanza para seguir en el camino. Si el amor humano es más fuerte que la enfermedad y que la muerte, mucho más lo es el amor de Dios. Por otra parte, recordemos que, como decía san Juan Pablo II, «el sufrimiento está presente en el mundo para provocar amor, para hacer nacer obras de amor al prójimo» (Salvifici Doloris 30). También el sufrimiento del coronavirus se ha hecho presente para que crezcamos en amor creativo. Nos da ánimos y alegría ver cómo jóvenes se ofrecen voluntarios para ayudar a los ancianos, especialmente si padecen soledad.
El momento presente nos presenta la muerte como algo real para el ser humano. No podemos ni ocultarla ni disimularla, por mucho que lo intentemos. Nos creíamos dioses y un virus microscópico nos ha sacado de nuestra monotonía y nos produce pánico. Pero como creyentes nos fiamos del Dios de la vida, que no sólo nos ha traído a este mundo, sino que nos ha hecho ya partícipes de la vida eterna por la fe y el bautismo.
El virus desenmascara la mentira del individualismo: no estamos llamados a vivir aislados como lo estamos de alguna manera ahora. Las relaciones humanas nos permiten vivir y crecer como personas y disfrutar de la belleza del vivir en común. El aislamiento forzado por el virus puede ayudar a ahondar en la gran pregunta sobre el «para qué» de todo esto. ¿Cuál es el origen y el destino de nuestro amor? ¿Amamos por casualidad y no estamos destinados a amar para siempre? Si nos tomamos estas preguntas en serio seguramente llegaremos a descubrir el rostro de ese Dios que nos ama incondicionalmente y que ha querido responder al sufrimiento, no con una teoría, sino sufriendo con nosotros y por nosotros para que tengamos vida abundante y eterna.
Vivimos tiempos duros para muchas familias, para los ancianos, para los más frágiles. Pero el dolor nos une. Y el dolor acrecentará entre nosotros las obras de amor al prójimo. La dificultad del contacto físico requiere un amor creativo, que invente nuevas formas de manifestar el amor. Los medios tecnológicos actuales (teléfono, wasap, correo electrónico, redes sociales...) nos ayudan a expresar esa cercanía y apoyo afectivo que tantos necesitan, especialmente los que viven solos.
No tenemos fuerzas para vencer el mal por nosotros mismos. Por eso acudimos a la oración. Con ella contribuimos a que los afectados superen la prueba, los científicos encuentren la vacuna necesaria, el personal sanitario resista en las dificultades, la unión y la cooperación crezcan, el amor se expanda y la esperanza no se apague.
Ahora tenemos la oportunidad de experimentar la familia como verdadera Iglesia doméstica: podemos rezar en familia, ayudarnos unos a otros en el seno del hogar, y especialmente preocuparnos por los ancianos y por los niños. Si nos vemos privados de la comunión sacramental, hagamos frecuentemente una comunión espiritual avivando nuestro deseo de Cristo, verdadero pan de vida.
Por nuestra condición de ciudadanos, y más aún por ser cristianos, tenemos obligación de poner en práctica las normas que nos han dado las autoridades sanitarias. Porque estar seguros de que Dios nos protege, no nos permite mirar para otro lado o quebrantar disposiciones que pueden perjudicar a otros gravemente.
Nos encomendamos a nuestra Madre, la Virgen de la salud, y su poderosa intercesión.
De corazón os bendiga.
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