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Como la derecha no pierde nunca la oportunidad de cometer un buen 'seppuku', no pueden extrañar las recientes declaraciones de un Silvio Berlusconi renovado en tinte, solárium y bisturí: «He retomado un poco las relaciones con el presidente Putin, que por mi cumpleaños me ha ... mandado veinte botellas de vodka y una carta amabilísima. Le he respondido con botellas de Lambrusco y una carta igualmente gentil». La cortesía es lo más importante.
La pasada semana, los informativos de Televisión Española ilustraron esta noticia con imágenes de archivo de Putin y Berlusconi, paseando ambos, hace algunos años, por una ciudad rusa y acompañados por un séquito que incluía clérigos ortodoxos y guías turísticos. Debe de haber algo morboso y atractivo en compartir espacios con los tiranos; apetece, imaginamos, experimentar esa sensación de seguridad frente al miedo y la reverencia. En definitiva, la creación de un ámbito artificialmente relajado entre dos machos dominantes. Putin agasaja a Berlusconi, se envían cartas de amor e intercambian el alcohol del país.
La querencia radical a derecha e izquierda lleva demasiados años infectando las otrora sensibilidades moderadas del consenso occidental. Las instituciones, vaciadas de un programa cívico, se han convertido en muertos vivientes animados por el populismo de red social y espíritu identitario. El descaro de Berlusconi -en plena ascensión de Giorgia Meloni- delata una apuesta y una preferencia. Por mucho que duela reconocerlo, los primeros espadas de la política contemporánea admiran a los personajes fuertes y sin los límites del estado de derecho. Putin, Alí Jamenei, el presidente (nunca dictador, no se confundan, que eso sólo lo fueron Franco y Pinochet) Xi Jinping o Nicolás Maduro encarnan las posibilidades del poder expansivo.
El mandatario quiere crecer, aliarse con la moqueta o con la historia, enriquecerse y disfrutar de la comodidad del trono, sintiendo esa soledad de la cumbre que tan bien explica el Adriano de Yourcenar. Los problemas del primer mundo, a partir de los atentados del 11S, se han abordado con más política y más división. Han apelado a la gente, la nación y los imperios, ahondando en la fractura de una sociedad a la que desprecian y quieren cambiar o domar, según varíen los equilibrios y los ánimos.
Esto explica la proliferación de militantes en las redes -el poder prefiere los soldados a los tiquismiquis-, las presiones sobre los medios de comunicación o los jueces y las escaladas hacia los puestos de responsabilidad de individuos que, en otro tiempo, no habrían sido más que desechos de tienta política -bocazas y marrulleros en los márgenes de la representación-, y que, hoy, prosperan en un planeta sin más ideas que las que segregan los partidos.
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