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Son pocos los que niegan, a estas alturas, que esté subiendo la temperatura media en el mundo. Pero son más los que dudan de que eso se deba a la acción del ser humano a través de las emisiones de gases, sobre todo del CO2. ... Los demás, los que sí creemos en esa relación de causa-efecto, estamos muy atentos a los avances en los objetivos de descarbonización de la economía, uno de los que más ayudarían a mejorar el problema.
El mundo tiene otros retos además de este: los objetivos de desarrollo sostenible (ODS) incluyen retos que son acuciantes en muchas partes del mundo. Los que vivimos en los países más desarrollados económicamente podemos pensar que la prioridad es el del calentamiento, causado sobre todo por nosotros. Pero en otros países el acceso al agua, al alimento, a la salud, a la educación, son todavía metas lejanas. El ritmo de avance en los objetivos, tanto en los de descarbonización como en muchos de los otros, es decepcionante. La ONU lo refleja así en un informe cuando ha pasado la mitad del plazo en el que se querían conseguir los ODS: para 2030. Los optimistas insisten en que todavía estamos a tiempo de cambiar y conseguirlos. Pero las inercias existentes en todos los factores que deberían cambiar nos llevan a pensar que no lo harán en la medida necesaria y que quedaremos lejos de muchas de las metas. También en el de reducción de emisiones de gases con efecto invernadero.
Además, ese objetivo, aun siendo muy ambicioso –se refiere a la reducción de las nuevas emisiones de CO2 hasta llegar a 0 antes de 2050– no busca la reducción del gas acumulado hasta ahora en los últimos dos siglos. Si lo que anticipan los científicos se cumple, y las olas de calor que están sucediéndose en todo el mundo parecen ser la cruda ratificación de esas predicciones, debemos considerar como muy probable que superaremos las temperaturas límite fijadas en las diferentes cumbres del clima.
Si esto es así, y remedando el eslogan de 'no hay planeta B', creo que sí deberíamos estar trabajando en un plan B para los ciudadanos del planeta. Un plan que considere los impactos del nuevo clima, sobre todo en el sistema social y económico. Un plan que, si esas incidencias se producen en un plazo corto, de pocas décadas, como estamos observando, va a requerir de enormes recursos económicos para paliar los efectos sociales que quisiéramos prevenir. Eso precisará de grandes consensos políticos y sabemos que son muy complicados de alcanzar, incluso en situaciones de crisis como la de la pandemia.
Por ejemplo, de repente, los ciudadanos del 'primer mundo' tenemos que volver a revisar la seguridad de acceso a los alimentos o al agua, amenazados por precipitaciones más irregulares y temperaturas más elevadas. Lo que nos obligaría a aumentar las reservas de agua y solidarizar el acceso entre cuencas, incrementar los regadíos para los cultivos, cambiar los cultivos hacia variedades más adaptadas, reducir el desperdicio de agua o desincentivar los usos menos críticos, etc. Esto requiere un enorme esfuerzo de inversión y consensos. Y esto no es más que un pequeño ingrediente del sistema socio-económico que estaría afectado. Otros impactos serán los del aumento de los refugiados climáticos, la situación en las zonas costeras, la habitabilidad de las ciudades... Toda esta gestión habría que hacerla de forma preventiva, pero es más probable que la hagamos de forma reactiva; es decir, como reacción a crisis sociales y, consecuentemente, a crisis políticas.
Entre los efectos que debiéramos cuidar está el de la cohesión de la sociedad. En un contexto como el indicado, correríamos un riesgo cierto de falta de cohesión y aumento de tensiones sociales porque las crisis previsibles afecten de forma muy diferente a las personas discriminándolas según su nivel económico. Cuando la guerra de Ucrania reduce el acceso al trigo, nosotros nos quejamos del precio del pan, pero cientos de millones de personas del mundo se quedan sin acceso al pan que, en muchos casos, es su principal alimento.
La crisis climática puede generar muchas tensiones de este tipo dentro de nuestras sociedades y conviene fortalecer los instrumentos para hacerles frente cuidando las asimetrías de los impactos, especialmente sobre las personas más vulnerables. Por ejemplo, fortaleciendo los instrumentos públicos financieros y fiscales. El elevado nivel de deuda pública que disponemos actualmente no es buen punto de partida. Las reducciones de impuestos prometidas por algunos partidos no parece que ayuden a fortalecer los recursos públicos. Se impone aumentar el ahorro público, que se suele traducir en una reducción de deuda, para tener mayor capacidad de reacción cuando fuera preciso.
Seguramente habrá quienes piensen que estos escenarios son excesivamente pesimistas, ojalá sea así. Pero una buena gestión requiere evaluar los riesgos y gestionarlos con anticipación. Esperemos que los responsables públicos que liderarán los próximos tiempos tengan la capacidad de hacerlo con éxito.
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