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De Virila (s.XI), abad del monasterio de Leyre (Navarra), se cuenta que un día salió al campo para meditar sobre cómo debía ser la eternidad, y se le pasó el tiempo escuchando el canto de un ruiseñor. Al volver, el hermano portero no le ... reconoció. «Soy el abad, el abad Virila» dijo, sorprendido. Al final, comentándolo con la comunidad, descubrieron que 300 años antes había existido un abad llamado Virila, del que se perdió la pista de un día para otro. Para el santo, lo que creyó que había sido un rato en presencia de Dios, en realidad fueron tres siglos. «Mil años en tu presencia son como un ayer que pasó» (Salmo 89).
Un peregrino que recorría su camino le comentó al abad, al ver como el religioso y su comunidad trabajaban en el monasterio: «Es magnífico ver cómo se levanta un monasterio». «Lo estamos destruyendo», dijo el abad. «¿Destruyendo?», exclamó el peregrino, «Pero, ¿por qué?». «Para poder ver la salida del sol cada mañana», respondió el abad. «Cuando el abad está contento, lo está todo el convento».
El abad de Samos mandaba bañar a los cerdos en cuaresma antes del sacrificio, pues tras haber preguntado al señor Obispo sobre si se podían comer en Cuaresma las lampreas y otros animales grasos, éste contestó que podía tomarse todo lo que saliera del río o del agua. Oído lo cual, el abad, amén del aseo, convirtió a los puercos en alimento de vigilia. «A abad sin ciencia y sin conciencia, no le salva la inocencia». Ayer, hoy y mañana, donde haya hombres, sean de la condición que fueren, no solo abades, encontraremos tanto santos como pecadores.
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