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Hace mucho tiempo, en una pequeña isla, habitaban los sentimientos. Un día, el amor se despertó y vio, aterrorizado, que la isla se estaba inundando. Sin pensarlo dos veces, luchó a brazo partido para que todos los sentimientos se salvaran.
Cada uno tomó una barca ... y todos marcharon apresuradamente hacia una montaña alta en otra isla, en la que se encontrarían a salvo.
El amor quería quedarse en su isla, a la que amaba, pero cuando estaba a punto de morir ahogado, fue consciente de que no debía morir.
Corrió hacia las barcas que todavía estaban cerca de la playa y pidió auxilio. La riqueza oyó su grito, pero prefirió salvar el oro que llevaba. Tampoco le ayudó la vanidad, pues su aspecto no se ajustaba a la pulcritud y etiqueta que ella pedía para sus compañeros en ese viaje. La tristeza estaba tan deprimida que prefería estar sola. El amor, subido al último árbol de la isla, comenzó a perder la esperanza, lo que hizo que menguara su tamaño. Su llanto fue tan triste que llamó la atención de un anciano que navegaba cerca. El buen viejo tomó al amor en sus brazos y lo llevó a un lugar seguro, cerca de los otros sentimientos.
Recuperado, el amor preguntó a la sabiduría quién era el anciano que la salvó. Ella sonrió y le dijo: «El tiempo, porque sólo el tiempo tiene la capacidad de ayudar al amor a llegar a dónde ni siquiera él puede imaginar».
La Madre Teresa nos regaló este pensamiento: «Si juzgas a la gente, no tendrás tiempo para amarla». Y San Agustín dejó para la eternidad este otro: «La medida del amor es el amor sin medida».
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