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Una vez a la semana uso una botella de metal, la saco de un cajón que hay en un armario y con ella riego el viejo cactus, cada día más grande y hermoso. Tres veces vacío su contenido sobre los incipientes brotes y la devuelvo ... a su lugar. Llevo años haciéndolo, pero la semana pasada, alguien descubrió el escondite de la botella, debió observarme, y sin saber el motivo, la golpeó fuertemente. Cuando la encontré deformada, sentí rabia. Es un modo operandi cada vez más común entre adolescentes, se tira la piedra y se esconde la mano.
La primera reacción mía fue tirar la botella, su imagen no se parecía en nada a la original, pensé en sustituirla, entonces pensé, ahora soy cómplice del agresor. Luego me dije, el recipiente no tiene culpa y sin embargo sigue siendo útil. Quizá esa sea su grandeza, seguir sirviendo a pesar de los golpes injustos y cobardes. He tratado de trascender la realidad, he pensado que de alguna manera yo soy una especie de vasija, que puede usarse de muchas maneras, pero sin duda alguna, la mejor, es llenarse de todo lo bueno que muchas personas han derramado en ella. Y después, igual que generosamente recibí, volcar el bien y lo hermoso sobre las personas que conmigo conviven y se encuentran.
No siempre voy a recibir lo que doy, en ocasiones, puede que reciba mal por bien, también puede que otras veces no agradezca todo lo que se hace por mí, las sonrisas y detalles del día a día. Lo que se ha reforzado es mi profunda creencia de que algún día la luz vencerá definitivamente a la oscuridad. ¡Benditas botellas¡
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