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La experiencia del camino deja en ocasiones una huella literaria que no es mía pero puede ser compartida. «Ante el primer repecho, pensé que no podía. Mi edad y mi sobrepeso eran un terrible hándicap. En el primer día, mi oración fue: ¡Por favor, Señor, ... no más cuestas! En el tercer día, mi oración se transformó: ¡Por favor, Señor, dame la fuerza para subir las colinas! Una cosa es cierta, no caminaba solo».
«El Camino no ha de ser una maratón, ni un medidor de la propia resistencia. Es más bien, una prueba de humildad, determinación, desapego de lo material y, sobre todo, la forma de encontrarse uno mismo y descubrir la profundidad de su fe».
«Cuando te conocí hace veinte años haciendo el Camino de Santiago, planté un roble en el lugar donde te besé y escribí una nota en una cajita que enterré a su lado. Estoy viejo y cansado. No puedo ir allá… ¡Al día siguiente falleció! Ella cogió su mochila; guardó sus ropas y sus penas, y volvió. Encontró el árbol, desenterró la cajita, en la nota ponía: ¡Nunca he sido tan feliz como ahora! Si lees esto, yo habré empezado otro camino y tú deberás seguir el tuyo. ¡Te quiero! ¡Buen Camino!».
Y una más.
«Desde el Monte do Gozo las sendas rurales dan paso al pavimento urbano, la travesía está por concluir. Esperas que al cruzar la siguiente esquina se asomen las torres de la Catedral, pero no sucede. Por fin, cruzas el arco tras el cual, se encuentra la Plaza del Obradoiro. La mochila no pesa, los pies no duelen, tu corazón se acelera, el tiempo se detiene… ¡has llegado!».
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