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Todo comenzó con Abrahán, quien «creyó contra toda esperanza» la promesa del Señor que le desinstalaba para el encuentro con la vida ansiada; hijos de esta fe, aquellos harapientos hebreos «creyeron contra todo poder» que la compasión de Yahvé era más fuerte que Egipto y « ... amanecieron» en la tierra prometida. El mismo pueblo, dolido por el misterio de la muerte y la iniquidad, experimentado en la persecución y el martirio (época de los macabeos), avalado por la experiencia continua del Dios que siempre los había acompañado, «creyó contra toda muerte» que el amor de Dios no los dejaría en las garras del 'sheol', y habló de resurrección como actuación definitiva.
Nuestra esperanza tiene sentido, un gran sentido, porque Cristo Jesús, el Mesías esperado y anunciado por los profetas en el Antiguo Testamento, el Hijo de Dios, se hizo carne, «plantó su tienda entre nosotros». Se hizo uno de los nuestros; ha sabido de las alegrías y esperanzas de los hombres. Nunca podrán quitarnos nuestra esperanza porque «nadie ni nada podrá separarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo-Jesús».
La esperanza cristiana es la virtud que nos dinamiza, nos libera del miedo a la muerte y nos hace adentrarnos en el corazón de la historia sabiendo que el único discurso creíble sobre la resurrección y la vida eterna es aquel que se articula en el compromiso serio y real a favor de los hombres, en la transparencia de una vida que camina ya desde lo que espera como definitivo: un reino de libertad y de justicia y de paz en el amor absoluto. Adviento, tiempo de creer contra toda esperanza. «Plantó su tienda entre nosotros». (Jn.1,1-18).
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