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A la entrada de la casa, en el rellano de la escalera, se sentaba mi abuelo a ver pasar la vida, a ver pasar el tiempo. Ya estaba jubilado y desde allí contemplaba el pueblo. Saludaba a unos, hablaba con otros, se embebía en sus ... pensamientos... Se echaba un pito, él sabía que podía dejar el tabaco cuando quisiera, o eso nos decía. No dejaba de ser la imagen de un viejo minero satisfecho por haber sacado adelante a toda la familia en malos tiempos. Hoy diríamos que de tal palo vinieron nuestros padres, la generación de hierro.
Esa que nunca o pocas veces se quejó, una generación que pasó las de Caín, que respetaba a sus mayores y así enseñó respeto a sus hijos. La que daba su palabra y con eso bastaba, la que cerraba un trato con un apretón de manos, la que escuchaba y ponía en práctica los consejos del maestro, pues sabía que la educación era el único camino para que los suyos salieran de un mundo que se acababa, del pueblo. Los recuerdo, y parece que nunca se cansaban, que siempre estaban haciendo algo, ellas y ellos.
Conservo expresiones que eran su Credo: «No me vengas con cuentos», «A lo hecho, pecho», «¿Desde cuándo lo patos le tiran a las escopetas?», «A mal tiempo buena cara», «Camarón que se duerme, se lo lleva la corriente», «Perro que ladra, no muerde», «A quien madruga, Dios le ayuda»… Con la frente alta, dignos, serenos. Se nos van, sin darnos cuenta, delante de nuestros ojos van desapareciendo, en silencio y a veces solos, nuestros padres, la generación de hierro.
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