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La hipocresía es el arte de amordazar la dignidad. Los hombres rebajados ocultan sus intenciones. Cierran las rendijas de su espíritu por donde podría asomar desnuda su personalidad, sin el ropaje social de la mentira. En su anhelo simulan las aptitudes y cualidades que consideran ... ventajosas. Ignoran el veredicto del tribunal interior. El hipócrita suele aventajarse de su virtud fingida, mucho más que el verdadero virtuoso. Triunfa sobre los sinceros, toda vez que el éxito estriba en aptitudes viles: el hombre leal es con frecuencia su víctima. Cada Sócrates encuentra su Mélitos y cada Cristo su Judas.
La culpa del hipócrita comienza cuando intenta igualarse al virtuoso. Lo intenta por abajo porque no puede por arriba. Sin fe en creencia alguna, profesa las más provechosas. Su religión es una actitud, no un sentimiento. Por eso suele exagerarla: es fanático. En los santos y en los virtuosos, la religión y la moral pueden correr parejas; en los hipócritas, la conducta baila en compás distinto del que marcan los mandamientos.
El hipócrita está constreñido a guardar las apariencias, con tanto afán como pone el virtuoso en cuidar sus ideales. El hipócrita transforma su vida entera en una mentira organizada. Hace lo contrario de lo que dice, toda vez que ello le reporte un beneficio inmediato.
Indigno de la confianza ajena, el hipócrita vive desconfiando. Siendo desleal, el hipócrita es también ingrato. Invierte las fórmulas del reconocimiento: aspira a la divulgación de los favores que hace, sin ser por ello sensible a los recibidos. «Multiplica por mil lo que da y divide por un millón lo que acepta».
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