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Siempre han estado ahí. Me atrevería a decir que, incluso, después de haber dejado este mundo. Ellas son incondicionales, en las buenas y en las malas. Nadie nos conoce como ellas. En nuestra tumultuosa adolescencia, cuando nos hemos peleado con nuestros hermanos, cuando ha habido ... disensiones fuertes con nuestro padre, cuando nuestra furia nos inducía a romper con todos y con casi todo, ella, ellas, nos miraban con la ternura de quien siente nuestro dolor, diciéndonos con su abrazo, tierno, sereno; «No estás solo, yo estoy aquí». Madre no hay más que una.
Solo a ellas podemos llamar si tenemos algún problema realmente grave. Y disfrutan como nadie cuando nos va bien, cuando triunfamos y somos felices. Como dice la canción de Lola Flores, «A tu vera, siempre a la verita tuya», en todos y cada uno de los hitos existenciales. Una vez salimos del vientre materno, cortado el cordón umbilical, aparece un cordón invisible, un vínculo, se podría decir, que va a ser para siempre, indisoluble, y que las lleva a estar eternamente preocupadas, dicho de otra manera, cuidando, rezando y velando por nosotros. Madre no hay más que una.
Su, «ten paciencia», «ten los pies en el suelo», «cree en ti mismo», «tú puedes», son reflexiones, consignas, que se incrustan en nuestro corazón y que surgen como salvavidas cuando ellas no están. Son la voz de la conciencia, el consejo en las difíciles decisiones que tomamos. Marcan nuestro presente y nuestro futuro. Madre no hay más que una.
«Ningún idioma puede expresar el poder, belleza y heroísmo del amor de una madre» (Edwin Chapin).
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