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Estos días del otoño me ponen triste. Igual que cae la hoja, parece más claro que «nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, que es el morir» (Jorge Manrique). Todos los Santos y el Día de los Difuntos, aunque en ... la práctica para muchas personas, los dos son días para recordar a los que ya se fueron. Ese recuerdo, esa memoria, surge espontánea, con una mezcla de agradecimiento, pena, tristeza, reconocimiento, orgullo y otros mil sentimientos. Se fueron, pero están, en ocasiones mucho más presentes que antes. Da la impresión de que la ausencia y el silencio han sido necesarios para conocer, para descubrir, todo lo que nos amaron y quiénes eran realmente.
Flora rezaba siempre el Ángelus, ni una palabra mala, vida dura, sonrisa franca. P. López, íntegro hasta el final; el dinero para Cáritas, los Evangelios como libro de cabecera, poco más antes de ir a la Residencia de los Agustinos. Nos dejó su sabiduría, su imagen con boina por los paseos de Santander y su coherencia. Mandi dijo siempre que sus hijos eran como los cinco dedos de una mano, cualquiera le cortaran, cualquiera le dolería igual. Cuando ya no pudo hacer más por ellos, los mimaba con la mirada. José Emilio se acostó y no se levantó, aquel día dijo a su esposa lo de siempre, «Margarita, te quiero». Amelia murió durante el covid, en aquella residencia murieron muchos, por una videollamada furtiva pudo mandar a sus hijos «un beso y un hasta luego».
«En la memoria perdura el eco de tu risa y la calidez de tu abrazo. En el corazón nunca se pierde a quién se amó verdaderamente».
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