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Un día y otro día observo pasar las vacas, las cabras y las ovejas, delante de la puerta de mi casa. Tienen una característica en común: son rumiantes. Los rumiantes, como casi todos sabemos, digieren los alimentos en dos etapas: primero los consumen, y luego ... realizan la rumia, que consiste en la regurgitación del material ingerido. Los biólogos que han estudiado esta adaptación evolutiva nos informan también de que, al remasticar el bolo regurgitado, los rumiantes primero ingieren rápido; y luego rumian despacio en lugar seguro.
Los seres humanos usamos el verbo rumiar en sentido figurado cuando, por ejemplo, queremos pensar algo despacio: «necesito rumiarlo», decimos coloquialmente si necesitamos tiempo antes de tomar una decisión. Posiblemente, nuestros antepasados acostumbraban a rumiar la vida, la existencia. Lo hacían en las reuniones que tenían en unas casas u otras después de cenar, también era un momento oportuno cuando hilaban las mujeres. Entonces hablaban de todo, pero también extraían enseñanzas de lo vivido. Por si fuera poco, el cura del pueblo exhortaba constantemente a hacer el examen de conciencia diario, no solo antes de confesarse.
Al atardecer, me revela Eloy que un día, con su madre, fue a pedir una hogaza de pan a una vecina que había comprado dos (ellos eran nueve de familia). Aurora, desde la puerta, les dijo que necesitaban las dos, pero del fondo de la cocina salió la voz de su hermano, Segundo, el maestro: «Dales la hogaza, a nadie le gusta pedir, nosotros tenemos de más». Se hace silencio, contemplo la emoción de mí vecino, y me digo: eso es rumiar la vida, saborear lo pasado, para vivir con gratitud, profundidad y serenidad el hoy.
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