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Subo al trastero y me pongo a ver lo que allí hay. Encuentro tantas cosas, tantos 'trastos', que en realidad no sé por donde empezar. ... Cajas y cajas de minerales, de los que no conozco el nombre ni el valor. Alguien me dice, ¡tíralos!, son solo piedras; otro me dice, ¡déjalas!, peor sería tenerlas en el riñón. Ahora el problema son los vinilos, nadie tiene un tocadiscos. ¡Imagínense el futuro de la rueca! Le toca el turno a los libros. Encuentro un espectro de libros que va desde la espiritualidad preconciliar a la física. Con las enciclopedias: Salvat, Sopena y compañía, ¡Contenedor para ellas!, todo está en internet, ocupan demasiado, se han quedado, como mucho, para objetos decorativos.
Vamos con algo más sensible; fotos, recuerdos, trofeos, cartas, (algunas sin abrir)… lo más personal, ¡trituradora pues! Siento un estremecimiento, ¿Qué ocurrirá con mis pertenencias cuando yo no esté? Espero dar con alguien humano, compresivo, que rompa, borre, guarde silencio sobre aquello que es delicado y profundamente personal. Aunque en mi pueblo, venga o no a cuento, dirían: «Una vez muerto, la cebada al rabo». Continúo guardando por un lado y sigo tirando por el otro. Medito, ¡qué fácil es tirar lo que no es tuyo o de los tuyos! Supongo que será porque no va cargado de contexto, sentimientos, vivencias y emociones.
Le doy una vuelta al trastero de pensamientos que es mi cabeza, y me da por colegir que, al fin y al cabo, con el tiempo, muchos de nosotros, aunque no lo queramos, somos o podemos ser trastos para los demás. ¡Qué paradoja!, 'trastos' de pequeños y 'trastos' de mayores. Parafraseando al filósofo Descartes: «Pienso, trasteo, luego existo».
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