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Este año, el 8 de marzo me pilla con el pie cambiado. Cierto cansancio me debe acompañar, no lo niego, ante la necesidad de recordar, fecha tras fecha, año tras año, que el 8 de marzo no se trata de una celebración; sino de una ... jornada para reivindicar lo que el movimiento feminista lleva años realizando: una lucha por la igualdad, una lucha por los derechos humanos de las mujeres.
Los derechos humanos son tan frágiles que basta con que bajemos la guardia vanagloriándonos de los ya adquiridos para que estos se vulneren con un simple chasquido de dedos, para que estos desaparezcan o sean cuestionados ante la inacción de quienes no temen el retroceso, sino que lo invocan. Lo invocan cada vez que nos vejan y osan promulgar que las leyes las han creado «unas locas» en el Congreso y a nadie le resulta doloroso o, al menos, extraño que tamaña afrenta se permita en una democracia. Derecho a decidir sobre nuestro cuerpo, derecho a participar de la cosa pública con voz y voto no son derechos tan antiguos ni se lograron sin el esfuerzo y sacrificio de miles de mujeres que nos antecedieron en la lucha feminista. De lo que no me canso, es de repetir una y mil veces lo difícil de que se nos regale algo, por justo que sea, desde el privilegio; que nada se logró desde el sofá de nuestras casas ni esperando a que llamasen a nuestras puertas. Repito lucha, también muchas veces, para que cale, para que nos empape. Para que reivindiquemos desde nuestro rincón del mundo, sea el que sea, de modo cotidiano, una igualdad que se nos niega solo por el hecho de ser mujeres. Hace poco debatíamos en clase a raíz de la lectura de varios ensayos sociopolíticos, en ellos se partía de experiencias concretas de mujeres para llegar a la globalidad de la situación de las mismas en el mundo. Los ojos adolescentes (de hemisferio norte) no daban crédito ante situaciones de evidente injusticia machista que parecían resultarles del todo ajenas. No supe si alegrarme o asustarme ante la situación. Trataba de explicar, de acercar, «el peligro de la historia única» como lo denomina Chimamanda Ngozi Adichie. El peligro de creer que todas las mujeres somos iguales, el peligro de considerarnos un colectivo y no reconocernos como la mitad de la población. El peligro de creer que la liberación de las mujeres blancas pasa por tener a otra mujer 'ayudando' en casa, a la que rara vez les reconocemos sus derechos, y que cubra las necesidades de cuidados familiares.
Queda mucho, demasiado camino por delante como para podernos permitir un mínimo retroceso en nuestra historia de lucha y reivindicación. Queda mucho, para que todas las mujeres crezcan en libertad y para que los niños (en masculino) de este nuevo mundo, como dice la canción, puedan llorar bien tranquilos.
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