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Los partidos políticos son pilares fundamentales en las democracias, pues son los instrumentos para dar forma a la opinión individual de los ciudadanos y trasladarla a las instituciones, en especial los parlamentos en sus diversos niveles autonómicos o central, así como a los ayuntamientos y ... diputaciones provinciales.
Son diversos los sistemas que siguen los partidos para seleccionar a sus dirigentes, desde la elección directa, cuál sería el de las juntas locales en las que se divida el correspondiente territorio, o el total de los militantes existentes en la provincia o la comunidad autónoma para los dirigentes provinciales o regionales, para llegar a la totalidad de militantes del partido para el ámbito nacional. Este sistema parece el más democrático, pues es la elección directa por los propios militantes de cada uno de sus dirigentes pero, en la práctica, a medida que se eleva el nivel de representación la elección del dirigente puede estar basada más en razones populistas que en motivos de idoneidad del candidato.
El otro sistema es aquel en el que los diferentes dirigentes se seleccionan en base a los representantes previamente elegidos por las bases para, en congresos celebrados en los correspondientes niveles de representación, sea en ellos en los que se deciden los correspondientes dirigentes mediante un sistema de elección indirecta. Esta fórmula tiene la ventaja de que quienes participan en los distintos niveles de elección tienen generalmente unas responsabilidades más importantes dentro del partido, y hasta de las distintas administraciones, y por ello un conocimiento más directo de los problemas a los que tendrá que enfrentarse el elegido en ese nivel.
¿Cuál es el mejor sistema? Difícil decisión, pues cada uno tiene sus ventajas y sus inconvenientes, ya que mientras el primero puede dar, al menos aparentemente, un poder más directo e igual a todos los militantes, el otro establece unos contrapesos a sus dirigentes que hace que las decisiones adoptadas en el mismo lo sean en base a acuerdos discutidos y consensuados en los diferentes niveles de representación, aunque en ambos, desgraciadamente, puede acabar apareciendo un césar que intente el control total del partido y de las instituciones en las que éste participe.
Recientemente hemos vivido en nuestro país un espectáculo en el que la figura del césar apareció en toda su amplitud. Me refiero al teatro protagonizado por Pedro Sánchez con su reclusión en la Moncloa cinco días para pensar si se retiraba de la presidencia del Gobierno, y se supone también que de la dirección de su partido, para, transcurrido ese plazo, de reflexión, dijo, y luego de ser solicitado y aclamado por todos aquellos cuyo futuro político dependía en gran medida de su continuidad, anunciarnos que no nos preocupásemos, que él seguía, ya que había llegado a la conclusión de que las causas que habían motivado su retiro –los problemas originados por algunos 'trabajillos' de su mujer y su hermano y algunas otras cosillas en su partido– carecían de importancia y, por tanto, no había razón para no continuar.
Un proceder, este, bien distinto al seguido por otros dirigentes españoles, que cuando quisieron dimitir lo hicieron de forma directa y sin vuelta atrás.
Ahí está el ejemplo de Adolfo Suárez, el cual, una vez tomada su decisión, se limitó a comunicarlo por televisión a todos los españoles y sin numeritos de ningún tipo se fue de la Moncloa y de la presidencia de UCD. Igual sucedió con Felipe González, que cuando perdió las elecciones en 1996 no intentó negociar con los comunistas u otros grupos políticos sino que dejó a José María Aznar, como ganador que había sido de las mismas, formar gobierno aunque fuese en minoría. O el propio Aznar, que dijo que estaría dos legislaturas y finalizada la segunda renunció y dio paso a otro compañero de partido. Tres ejemplos diferentes uno de otro pero que visualizan perfectamente que cuando un dirigente político considera que debe marcharse lo hace sin gesticular ni lleva al país a situaciones límite.
España no es el único país en el que el cesarismo se ha manifestado últimamente de forma tan clara, pues ejemplos, como este y aún peores tenemos a montones. Sin necesidad de recurrir a personajes extremos, como el de Venezuela o el de Nicaragua, patético resulta el comportamiento del expresidente norteamericano, Donald Trump, aspirante nuevamente a la Casa Blanca, por no citar al presidente de Rusia, Vladimir Putin, o al primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, los cuales, además de no parecer importarles el daño ingente que con sus decisiones producen a millones de personas inocentes, tienen en común un ego personal más que desarrollado y un ejercicio del poder en el que su persona está siempre por encima de la importantísima función que desempeñan, que no debieran olvidar que no es otra que el servicio a sus ciudadanos.
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