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El juego de palabras que da título a este artículo seguro que representa un problema grave de comprensión para cualquier extranjero que se inicie en el estudio de nuestra rica lengua y, sin embargo, todos los españoles sabemos exactamente el significado que tal jeroglífico representa, ... que no es otro que ahí donde alguien dijo una cosa al cabo del tiempo pasa a decir otra distinta, cuando no la opuesta.
Es seguro que tal proceder, mucho más si lo hace de forma reiterada, condicionaría nuestras relaciones con cualquier particular que así actuase, más aún si ello conlleva un perjuicio importante para nosotros –como sería, por ejemplo, que nos mintiese en una transacción comercial para obtener un beneficio propio–, lo que sería motivo para que no volviésemos a confiar en él y al que a partir de ese momento calificaríamos simplemente de mentiroso o tramposo.
Sin embargo, tal y como vamos comprobando elección tras elección, diferente es el comportamiento que se sigue cuando se trata de política.
Sirva como ejemplo el caso de nuestro presidente, Pedro Sánchez, quien, para convencerles de que le dieran su voto, aseguró a sus electores que bajo ningún concepto haría determinadas cosas por considerarlas ilegales, anticonstitucionales y perjudiciales para los españoles. O que no negociaría con éste o con aquel por entender que, con sus políticas, tales sujetos tratan de romper la unidad de España, la igualdad de los españoles o simplemente obtener privilegios para sus territorios. Y no lo dijo solo una vez. Lo hizo en más de una y dos ocasiones quien, además, afirmó con rotundidad que traería a los huidos que lograron salir de España para eludir la acción de la justicia a fin de que rindan cuentas de sus delitos ante los correspondientes tribunales de Justicia.
Pero, después, por un «dame esos pocos votos que necesito para gobernar», tenemos que restregarnos los ojos y limpiarnos los oídos cuando vemos y oímos con qué tranquilidad –la denominación correcta sería más bien desfachatez– cambia el presidente de opinión al comparar lo que decía hace bien poco tiempo con lo que después defiende con tanto ardor solamente porque así le interesa personalmente.
Un cambio que, para sonrojo del conjunto de ciudadanos españoles de bien, puede significar hacer de lo blanco negro, del traidor un patriota, del delincuente una persona honrada, del cobarde que huye escondido en el maletero de un coche dejando tirados a sus compañeros de asonada un honorable 'president'. Un cambio que puede conllevar que quienes defendieron el orden pasen a ser posibles maltratadores, que quienes aplicaron la Ley que a todos protege y obliga se conviertan en perseguidores de dignos ciudadanos y que quien desde la más alta magistratura de la Nación nos advirtió a todos del riesgo en que se encontraba España se convierta en alguien a quien es lícito insultar y en cuanto algunos puedan expulsarlo del país.
Dije en un reciente artículo, al referirme a la cesión de competencias a determinadas comunidades autónomas, que aquello que ahora se cede será en el futuro de difícil –por no decir imposible– recuperación por el Gobierno Central, por aquello que tan bien define nuestro refranero popular cuando dice aquello de 'Santa Rita, Rita, lo que se da no se quita', y dado que como tampoco se trata de dar esas mismas competencias y mucho menos el reconocimiento como naciones a todas las comunidades, pues en ese caso sería el fin definitivo de España como Estado y como Nación. Sin duda, las diferencias entre comunidades autónomas serán cada día mayores y las desigualdades entre españoles cada vez más notorias, incumpliendo con ello uno de los principios fundamentales de nuestra Constitución como es el de la igualdad entre todos los españoles.
Por todo ello, es muy posible que muchos de los que hasta hace bien pocas semanas decían que la amnistía era inconstitucional, que ceder la Seguridad Social al País Vasco era totalmente imposible, que el referéndum era una quimera y que Puigdemont y sus correligionarios eran unos simples delincuentes que estaban arruinando Cataluña, esos que ahora aplauden hasta con las orejas a su jefe – a pesar de que está haciendo todo lo contrario de lo prometido y defendido hasta las elecciones del 23 de julio pasado–, cuando haya transcurrido un tiempo y vean las consecuencias de sus actos, tanto para su partido como para España, nos dirán que ellos no querían, que se vieron obligados, que protestaron pero no les hicieron caso y, entonces, solo podrán pedir perdón y esperar que los demás no nos pasemos el resto de sus vidas recordándoles el daño que produjeron.
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