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¿Qué le pasa a cualquier ciudadano cuando, advertida o inadvertidamente, incumple la ley? Seguro que ante esta pregunta todos, con independencia de sus conocimientos de derecho, responderán sin dudar: será sancionado y obligado a cumplir con aquello que la norma legal establezca.
Así, a ... nadie le sorprende que el vecino de un ayuntamiento tenga que pagar los impuestos municipales con los que la Administración Local grava a quienes residen en su territorio o tiene alguna propiedad en el mismo. ¿Alguien se sorprende de que si quiere construir una casa, o modificar la que ya posee, tenga que solicitar los pertinentes permisos en su ayuntamiento? Por supuesto, el incumplimiento de tal premisa conllevará una sanción que la propia Administración se encargará de hacer efectiva por procedimientos nada amistosos si el interesado no lo hiciera voluntariamente.
De análoga forma la Administración Autonómica tiene también variadas leyes a cuyo cumplimiento todos estamos obligados. Por supuesto hacer caso omiso de las mismas conllevará la sanción a que hubiere lugar, la cual será hecha efectiva de forma coercitiva si no lo hubiéramos hecho de forma voluntaria y diligente.
Dejamos a un lado la Administración General del Estado, con quien, con las escasas aunque importante, competencias de que es titular, es mejor no jugar, (lo de jugar es un decir) y si no pregúntese a quienes hayan tenido un problema con ella, mucho más ahora que todos estamos haciendo nuestra declaración ante Hacienda, que seguro le dan su versión sobre cómo se las gasta.
Pero si esto sucede a los ciudadanos de a pie, sometidos como estamos a múltiples normas, las cuales tenemos que cumplir de grado o por fuerza, ¿qué sucede con algunas administraciones? ¿Qué pasa cuando una determinada administración infringe algunas normas que si lo hiciera un ciudadano cualquiera le costaría una importante sanción? Pues en muchos casos, desgraciadamente, nada, o prácticamente nada.
Así vemos como algunos ayuntamientos catalanes que se identifican en sus carreteras con letreros que indican que son parte de la república catalana pasa el tiempo y el letrero continúa en su sitio sin que nadie les obligue a quitar tales anuncios de propaganda independentista.
Igual pasa en muchos otros ayuntamientos en los que no ponen la bandera española, o la colocan sin darla el realce y la preminencia que le corresponde. Lo mismo cabe decir de la imagen del Rey, eliminado de los lugares y despachos en los que está obligada su presencia, lo que nuevamente, por quien corresponde, se deja pasar y nada hace al respecto.
Qué decir de las carreteras o transportes públicos en los que solo se rotula en el idioma local, cuando no en éste y en inglés, y se obvia el idioma común de todos los españoles. ¿Qué hacer ante tales hechos? Es posible que algunos, o quizás muchos, piensen que es preferible no hacer nada, dejarlos tranquilos, no darlo importancia, en definitiva, no hacerles ni caso y no enfrentarse con ellos de forma continuada y mucho menos violenta.
Quizás algunos, o muchos, piensen que una solución por parte de los ciudadanos disconformes con tales medidas e incumplimientos sería no pagar sus impuestos a tales administraciones o realizar las obras que estimen pertinentes sin obtener los preceptivos permisos. Por supuesto que yo no se lo aconsejaría, pues es seguro que tales administraciones, tan poco cumplidoras de las normas que a ellas les afectan, actuarían con toda la contundencia que las leyes les otorga –incluidas las de ámbito estatal– para obligar a esos ciudadanos a cumplir las que a ellos corresponden, ejerciendo, si fuere preciso, la coacción a que hubiere lugar.
Entonces, ¿qué hacer?, ¿cruzarnos de brazos? No, claro que no. Lo que procede es exigir que el Estado, del que todos somos parte –y ellos, mal que les pese, también– les obligue a cumplir con sus obligaciones y con las normas que a todos afectan y, si no lo hicieren, además de las sanciones personales que les sean exigibles a quienes den las órdenes o manifiestamente incumplan las normas establecidas, se prive a las correspondientes administraciones de los recursos económicos que periódicamente le son entregados por el Estado. Y así, aquellos ayuntamientos que explicitan su pertenencia a una hipotética república, o en la que por tal motivo no exhiben los preceptivos símbolos del Estado, que sus funcionarios y políticos vayan a cobrar mensualmente de la república de la que dicen formar parte.
Por supuesto, a aquellas autonomías que gasten sus recursos en actividades de propaganda o de políticas ajenas a sus competencias que no les sean dados más ayudas ni préstamos por el Estado y si quieren dinero que lo pidan al mercado y vean si éste se lo presta y en tal caso en qué condiciones. En definitiva, exigir a tales administraciones lo que ellas exigen a sus ciudadanos.
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