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Una de las características de los países democráticos, donde la libertad no solo es valorada sino protegida como uno de sus más valiosos bienes, es contar con una potente sociedad civil capaz de hacer frente a los intentos que desde el Gobierno o su Administración ... pretenda ahogar aquella o simplemente limitarla en algunos de sus derechos. En España, desgraciadamente, quizás consecuencia de tantos años de dictadura en la que cualquier organización que no estuviese avalada por el Gobierno era vista como un instrumento contra el Régimen, no nos distinguimos por tener una sociedad civil organizada y vigorosa capaz de hacer frente a los abusos de los que muchas veces somos objeto.
Organizarse civilmente para defender nuestros derechos no significa que para ello tengamos que manifestarnos mediante caceroladas ante las sedes de los partidos políticos, ni haciendo escraches a los políticos, ni mucho menos a sus familias, actos que algunos, que ahora los critican, no han dudado hacer cuando estaban en la oposición. Por supuesto que tal organización cívica no debe consistir en apalear muñecos que representen a determinados líderes o autoridades, aunque muchos de los que ahora critican tales actos no hayan dudado con anterioridad en apalear y quemar la imagen del Rey sin consideración alguna a su condición de ciudadano español y mucho menos a lo que representa como Jefe del Estado.
Muchos son los ejemplos que desgraciadamente podemos poner en España en los que la sociedad civil ha enmudecido, por miedo o por convicción, ante el atropello realizado por colectivos violentos a personas concretas y grupos sociales a los que consideraban diferentes y, por ello, dignos de ser violentados, perseguidos y marginados.
Así, en el País Vasco todos recordamos el silencio clamoroso de vecinos ante la marginación de algunos de ellos, cuando no el señalamiento que podía conllevar la persecución, y hasta el asesinato, de los mismos, realizado tanto por miembros de la clase dirigente de ideología nacionalista, desde los más radicales hasta los que pasaban por más moderados, sino también, y muy fundamentalmente, de la sociedad en general, desde una parte del clero a una burguesía en el que el hecho diferencial vasco predominaba sobre cualquier otra consideración, pasando por las mamás o papás que no dudaban en aplaudir a sus retoños cuando éstos participaban en alguna algarada, cuando no acto incívico y violento, contra todo lo que no fuese estrictamente vasco. Tuvo que producirse un hecho terrible para que una parte de esa sociedad reaccionase, cual fue el asesinato de Miguel Ángel Blanco, hecho que significó un antes y un después, con la respuesta dada por todo el pueblo español, incluido el propio pueblo vasco, más allá de la ideología política de cada uno.
Igual ocurre actualmente en Cataluña, con la salvedad, hasta ahora, de la violencia asesina, donde el independentismo, aunque siendo como es minoritario, impone sus reglas y la forma que quiere para una sociedad, la catalana, que considera debe ser diferente de la del resto de España, para lo que dicta sus reglas de funcionamiento a las que deben adaptarse todos los residentes en Cataluña, sean independentistas o no, si no quieren ser señalados y marginados. Y así, desde la educación a recibir por los niños al idioma a utilizar en sus escuelas, incluidos los recreos, o la relación de sus ciudadanos con la administración hasta los rótulos de sus comercios y la señalización de sus calles, deben someterse a unas reglas que ignorando que el español es la lengua común de todos los españoles, y que la Constitución establece el deber de conocerlo y el derecho a usarlo, sin embargo, quienes tal derecho quieren ejercer se ven marginados cuando no perseguidos.
Los casos anteriores, ciertamente extremos, consecuencia de un nacionalismo chauvinista y excluyente, ponen de manifiesto la falta de una sociedad civil organizada en tales comunidades, que aunque mayoritaria está subordinada a la minoría independentista e incapaz de defender sus derechos y libertades, si bien es cierto que las circunstancias descritas y, por ello, el miedo a la marginación social, cuando no a la propia integridad física, justifican tal situación. Pero, ¿y en el resto de España? Pues más de lo mismo. Mucho hablar y despotricar contra el gobierno de turno, sea éste el central, el autonómico o el municipal, o contra las administraciones o empresas de ellos dependientes, y a la hora de la verdad no hacemos nada. Ello pone de manifiesto la incapacidad que tenemos de organizarnos adecuadamente para defender nuestros derechos y proponer soluciones a nuestros problemas comunes. En definitiva, nuestra incapacidad de organizar una sociedad civil fuerte y participativa desde la que llevar nuestra voz y nuestras exigencias, de forma pacífica pero firme, a quienes nos representan, dirigen o administran, más allá de nuestra participación, y no siempre, en las correspondientes elecciones.
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