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El otoño ha llegado a Cantabria. Después del azote de unos días de Sur, llueve, con las cimas de Lamasón, Liébana, Campoo empenachadas de nieve, mientras desnudan nuestros polícromos hayedos y castañares sus hojas. La naturaleza, ciclo vital, se adormece, intuyéndose el invierno sobre brañas ... y bosques. Otoño, nunca olvidaré los otoños de Lamasón, es una época especial, de recoger el ganado, acarrear la leña, atizar los primeras lumbres del hogar, recolectar manzanas y moras, pasear con la límpida luz del ocaso marino, cosechar algas en desiertas calas… y meditar sobre la muerte y sobre la vida. Y escribo estas líneas no como defensa cristiana del Día de los Difuntos, porque como enseña nuestro egregio paisano Menéndez Pelayo' en su 'Historia de las ideas Estéticas de España', «en arte soy pagano hasta los huesos, pese a quien pese», sino como alegato humanista de la belleza de meditar un nuevo otoño el misterio de la muerte y de la vida, inseparables del hombre.
García Lorca
'Danza de la Muerte'
Tampoco critico la fiesta de Halloween en Irlanda o los Estados Unidos porque, como viví tantos años en Denver, disfrazarse, cantar y asustar a los vecinos son rescoldos del exorcismo celta de impedir que los malos espíritus se aposenten en los hogares; la danza infantil del 'trick or treating' brota de la costumbre católica irlandesa de visitar los cementerios mientras los niños a cambio de 'soul cakes' (dulces cuadrados de pan y pasas, fresas o grosellas) prometen oraciones por los fallecidos; y la calabaza iluminada representa la linterna de 'Jack el farero', quien engañó (trick) al Diablo en una apuesta (treat). Si Halloween en Estados Unidos e Irlanda es una tradición céltica-cristiana de recuerdo a los muertos, en Cantabria y España no tiene sentido como fiesta ni como tradición. Nada es inocente en esta era de la globalización, y hoy los medios de comunicación, los usos sociales y la telebasura fomentan festejos que en España componen una grotesca mascarada que altera su identidad e historia como pueblo. Ojalá este otoño en lugar de bailar la masa en torno a una calabaza albergara en su memoria, como describe Chesterton en 'Las costumbre funerarias', que «esparcir flores sobre una tumba es el modo en el que una persona normal comunica con un gesto cosas que sólo un gran poeta podría expresar con palabras».
Hermosura estética del día de los Difuntos para cuya defensa, mejor que enfrentarse, inventar o protestar contra la alienante invasión de Halloween, es reconquistar nuestro arte, literatura, folclore, gastronomía e imaginería popular de difuntos, brujas, hadas, espíritus, aquelarres, misereres, Estantigua, santa compaña, anjanas, meigas, fantasmas, espectros y otros tratos con el más allá, que cultural e históricamente en leyendas y ritos frente a la muerte nadie nos puede dar lecciones, y menos con una hortaliza traída por nuestros conquistadores de América a Europa. Debe despertar el pueblo español, porque si éste cree dar calabazas a la muerte olvida las palabras del agnóstico Octavio Paz en 'Todos santos, días de muertos', cuando avisa de que «es inútil excluir a la muerte de nuestras representaciones, palabras e ideas, porque ella acabará por suprimirnos a todos y en primer término a los que viven ignorándola o fingiendo que la ignoran».
Empero, Halloween es el iceberg de la perversidad globalista del capitalismo salvaje contra la identidad de España. Infiere Menéndez Pelayo en 'Historia de las Ideas estéticas en España' que «un pueblo puede improvisarlo todo menos la cultura» y Halloween agrede la cultura de las costumbres funerarias de Cantabria y demás regiones de España, legado unificador de nuestros antepasados allende credos, ideologías, razas o clases sociales. Porque si, como en 'Los derechos del ritual' defiende Chesterton, «un hombre sin historia es, casi literalmente, un débil mental», el Halloween español que agosta la literatura, arte, gastronomía y liturgia de cada Día de los Difuntos de España debilita la historia milenaria hecha identidad de Cantabria y de España.
Mas hay esperanza: si el santanderino Gerardo Diego en su poemario 'Cementerio Civil', describe que «he visto cementerios, campos santos, en las cinco dehesas de la tierra», cántabros y españoles siguen recordando a sus difuntos en los camposantos de nuestras ciudades y aldeas. Y no son calabazas sino flores regadas por lágrimas las que adornan sus sepulturas, sublimando el 'Poema de Otoño' de Rubén Darío: «aun vencen muerte, tiempo y hado/ las amorosas;/ en las tumbas se han encontrado/ mirtos y rosas». Flores, mirtos, rosas y crisantemos que bajo los cipreses simbolizan un pueblo sabio que todavía vive la romántica belleza de no exclamar con Bécquer ante un abandonado cementerio: «¡Dios mío, qué solos se quedan los muertos!».
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