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El final del invierno y la primavera se avecinan de muy alto voltaje político, expresión de un difuso pero espeso malestar social, que hoy agita las aguas del primer sector, el mundo de la agricultura. Las protestas del campo recorren toda Europa y con independencia ... de la variedad y diversidad de sus reivindicaciones reflejan un sentimiento de menosprecio durante años. La arrogancia urbanita pasa ahora una factura que enciende las luces de alarma sobre la falta de relevo generacional de muchas explotaciones agrarias.
A partir de la elocuencia y contundencia de las movilizaciones sabemos que existe también intentos de manipular y capitalizar desde la extrema derecha o el populismo radical este fenómeno que tiene sus raíces en la contestación a una globalización que se ha diseñado e impulsado desde la mirada distante de ciertas élites. Por eso, aunque hay que distinguir el grano de la paja, no se pueden obviar las maniobras políticas en el ámbito conservador ni tampoco deslegitimar las acciones de protesta. El clamor airado nos interpela a todos, en especial al país de las ciudades, a ejercer de verdad el diálogo y a ver qué parte de verdad anida en lo que se reivindica.
Los incidentes y los intentos de coacción que se han visto perjudican de entrada la causa de los agricultores y les obligan a clarificar su interlocución y a distinguir cuáles son sus aspiraciones. No es lo mismo mejorar los aspectos insuficientes de la Ley de la Cadena Alimentaria que cuestionar de raíz los objetivos de la Agenda 20-30. No es lo mismo reforzar los mecanismos de inspección y las sanciones para evitar la venta a pérdidas que arremeter contra la estrategia medioambiental de la Unión Europea. No es lo mismo combatir la burocracia que ir hacia atrás en determinados planteamientos. Es un equilibrio difícil pero necesario.
Las tractoradas sacan a la luz un problema que tiene raíces. Se producen, además, en un contexto de fuerte convulsión política, en un escenario europeo en donde la derecha y la ultraderecha flirtean para unirse en un bloque ideológico después de las elecciones de junio al Parlamento de Estrasburgo. También en España, en un momento en el que la incógnita sobre el futuro de la Ley de Amnistía sigue siendo una espada de Damocles sobre el futuro de la legislatura.
Los próximos días serán determinantes para saber si este obstáculo puede superarse o nos encontramos ante una dificultad estructural para avanzar. En apariencia, el Gobierno insiste en no hacer cambios de calado en una ley que considera que no debe alterarse para garantizar su viabilidad en el Tribunal Constitucional y en el Tribunal de Luxemburgo, que tendrá la última palabra. El eurodiputado de Junts, Toni Comín, decía el jueves que no tenía dudas de que al final habrá ley de Amnistía porque, a su juicio, las líneas rojas establecidas por el Ejecutivo de Sánchez para mantener la legalidad y constitucionalidad de la iniciativa eran, a su juicio, «perfectamente compatibles» con los criterios fijados por los soberanistas catalanes para que el proyecto no deje fuera a nadie. El pronóstico, a pesar del maximalismo que se desprende en ocasiones de las declaraciones de Junts, da a entender que al final habrá acuerdo y que, pese a la retórica de los ultimátums, el interés de ambas partes es que la partida continúe.
Que el Congreso de los Diputados dé luz verde a la ley no implica que la tensión disminuya. El PP mantiene una estrategia de presión en todos los frentes, incluido el de las instituciones europeas, verdadera caja de resonancia de determinadas cuestiones. En ese escenario de hipérbole y polarización, el PSOE y sus aliados replican con su propia narrativa para denunciar los intentos «de la derecha y la extrema derecha» para controlar la agenda política y para monopolizar el descontento social. En esas estamos, cuando la próxima estación de las elecciones gallegas puede ser un importante punto de inflexión que deja todos los caminos abiertos.
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