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Lo cierto es que cuanto mayor me hago, más intento sucumbir al asombro. Más me impresionan las reflexiones de los demás, más me impregnan, más me nutren. Más me gusta la gente. A mí, que siempre he sido un poco cabezón y cascarrabias. Pero hete ... aquí que eso me hace tener menos opiniones… una suerte de oxímoron para un columnista de opinión, de quien es su opinión lo que se busca, ¿no?
Así, cada vez son más son las reflexiones de otros –sí, las suyas también– las que alimentan mi cita periódica con estas páginas. Mis amigos saben que han de guardar cuidado con lo que digan delante de mí. Ya hace un tiempo me hice una camiseta que dice: 'Tiene derecho a guardar silencio; cualquier cosa que haga o diga podrá ser usada en mi próxima columna'. En cualquier caso, valga este artículo para agradecer a todos los que abriendo un día el periódico exclamaron: «Joder, si esto se lo dije yo el otro día».
No sé si esto me hace un parásito de las reflexiones ajenas o, sencillamente, menos prejuicioso. Cada vez me escandalizo menos. Cada vez me ofendo menos. En política o economía, cada vez soy más un 'encoge hombros' que escucha argumentos, y contesta preguntas con un «podría ser, tendría que pensarlo».
Y no quiero cambiar la tendencia. Ojalá consiga tener un exquisito respeto por todo lo opinable, mientras me mantenga firme con lo realmente trascendental. No hay tanta caridad en dar como en comprender. Creo que eso no nos hace menos auténticos, sino más felices. A veces, me siento con la flexibilidad de un maldito junco. Quizá sean los primeros brotes del apasionado amor a la libertad, en la que intentaron educarme. Amor a la libertad. Me encanta. Puede que porque eso me empodere para pedir que respeten la mía.
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