Secciones
Servicios
Destacamos
Tenemos en Europa a la primera generación que no ha padecido una guerra, un desastre natural o una epidemia (me refiero a aquellas que te ... diezmaban en un tercio la población). Al albur de los ominosos acontecimientos en Ucrania, los 'resorts' de Gaza o determinadas conversaciones en chándal en el despacho oval, reina la sensación de que, si esto se tuerce (más), nosotros no estamos preparados. ¿Se imaginan que a usted o a su hijo le ponen un fusil en la mano y les mandan al frente?
Supongo a muchos, al recibir el rancho, diciendo: «Oiga, ¿esto lo tiene sin lactosa?». O advirtiendo en la trinchera al alférez de que ojo con las horas extras. O que a ver si puedes llevar el inhalador a la siguiente misión. O quizá preguntando que si por lo que sea te dan un tiro, cómo consigues «más vidas».
Nos falta una guerra o un algo. Estamos edulcorados. Supongo que nadie estuvo preparado hasta su primer combate, pero tampoco nadie vivió nunca en una sociedad de solaz y bienestar como esta. Un bienestar que no hemos asociado a la búsqueda de sentido sino a la comodidad. He ahí el problema.
EE UU, a lo largo de su historia, casi siempre decidió erigirse en defensor de la paz mundial allende sus fronteras (si bien a veces necesitó que lo pincharan –léase Pearl Harbour–). Y ahora tememos no tenerlo a nuestro lado. Es lógico que ante un desequilibrio de su balanza comercial opte por medidas proteccionistas, pero los aranceles excesivos o abandonar Europa a su suerte pueden ser la primera mala decisión macroeconómica de su historia. Una decisión para la que no estamos preparados. Porque somos blanditos. Nos falta una guerra. Y esperemos no necesitar nunca una para ser más aguerridos.
¿Ya eres suscriptor/a? Inicia sesión
Publicidad
Publicidad
Te puede interesar
Publicidad
Publicidad
Esta funcionalidad es exclusiva para suscriptores.
Reporta un error en esta noticia
Comentar es una ventaja exclusiva para suscriptores
¿Ya eres suscriptor?
Inicia sesiónNecesitas ser suscriptor para poder votar.